Sociología y economía 

La ley de la tierra

El paisaje se degrada bajo leyes económicas juzgadas inapelables, pero que muestran su arbitrariedad cuando una crisis desbarata el equilibrio.

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El Pais
30/04/2002



La ley construye el paisaje, pero el paisaje no construye la ley. Ignorando que la naturaleza es artificio, algunos hermeneutas del derecho natural buscan en el territorio el origen de la ley y el orden normativo. Así el politólogo y jurista Carl Schmitt, cuyo Der Nomos der Erde de 1950 identifica «la ley de la tierra» como el fundamento mítico de la justicia, que emana de la equidad con la que retribuye el esfuerzo del que la cultiva, de los patrones que dividen los usos de la superficie, y de los límites físicos que expresan la vecindad, la propiedad y el poder.Y así también muchos paisajistas contemporáneos, que creen hallar en la naturaleza y en la agricultura las fuentes de legitimidad para un proyecto de ordenación del territorio inspirado a partes iguales por la ecología y el land-art. Pero esa ley de la tierra es una ley del lugar que extrae su sentido de la huella; no es una ley del suelo que obtenga su razón del acuerdo social.

La prosperidad social y la competencia entre regiones han disparado la demanda de suelo en Europa, acelerando un proceso de suburbanización que se inició en los años sesenta y que ha creado un paisaje de anónima monotonía.

Enfrentados al deterioro visual de la ciudad y el campo, los arquitectos y urbanistas europeos vuelven la mirada hacia la jardinería y el paisajismo como medicinas disciplinares. Si la forma urbana la determinan las obras públicas y las ordenanzas municipales, y si la configuración del entorno rural se origina en la intersección entre las infraestructuras de transporte y las leyes agrícolas de Bruselas, quizá la mejor manera de intervenir en la cacofonía ambiental resultante sea a través de las pautas perezosas y sabias de la naturaleza: frente a la ley de hierro de la economía, la ley de tierra de la ecología. Esa ley natural, sin embargo, es muy artificial: la ecología del paisaje es ecología humana, la ley del lugar es la norma de aquellos que lo habitan, y el genius loci resulta al cabo del pacto de las gentes. El recurso intelectual y emotivo al orden arcaico de la tierra desvía la atención de las leyes voluntarias que construyen el paisaje: su medicina no es panacea sino placebo.

Sometida a implacables leyes de explotación, la arcadia agrícola de verdes pastos se ha transformado en un amenazador infierno de plagas, con sacrificios masivos de animales cuyos cadáveres se amontonan en las granjas.

La popularidad actual del paisajismo tiene su origen en la degradación contemporánea del paisaje. De la misma manera que sólo prestamos atención detalladaa nuestrocuerpo cuando enfermamos, únicamente adquirimos conciencia minuciosa de nuestro entorno cuando éste entra en crisis. A medida que se desdibujan los límites entre la ciudad y el campo, desflecando las tramas del tejido urbano y contaminando con construcciones azarosas los espacios abiertos del ámbito rural, el paisaje se transforma en una amalgama incierta y heteróclita gobernada por las leyes cambiantes del beneficio y la oportunidad, y este naufragio consentido alimenta el fervor por lo que desaparece.

En la última década el territorio europeo se ha visto sometido a la presión combinada de la pros-peridad social y la competencia regional, multiplicando hasta extremos desconocidos la demanda de espacio para usos residenciales, lugares de trabajo, infraestructuras y zonas de ocio, y extendiendo el proceso de suburbanización iniciado en los años sesenta hasta consumir cantidades ingentes de suelo. Algunos gobiernos, como el británico, han considerado enfrentarse a este fenómeno prohibiendo la construcción en las áreas intactas y localizando las nuevas promociones en las zonas con edificación previa que llaman brownfields; otros, como el holandés, proponen recobrar el contraste entre lo urbano y lo rural trazando una ‘línea roja’ en torno a los núcleos existentes y no autorizando ninguna construcción fuera de estos perímetros; pero ni el informe de Lord Rogers al Parlamento Británico ni el 5º Informe sobre Planeamiento de los Países Bajos poseen la fuerza vinculante de la ley, y expresan más bien la extensión del malestar ante la monotonía anónima del espacio europeo.

Ese malestar territorial es un sentimiento difuso y resignado que se inflama sólo cuando una emergencia sanitaria arroja luz sobre la organización cruel de nuestra arcadia agrícola, o cuando un municipio sin escrúpulos supera los umbrales de degradación habitual del entorno urbano por las infinitas variantes de la publicidad estática o dinámica. De las vacas locas a la fiebre aftosa, hemos entrado en el siglo XXI bajo el resplandor de las piras de cadáveres, los sacrificios masivos y las fosas interminables que describen con elocuencia antigua la naturaleza genuina del paisaje rural europeo, una fábrica feroz para la explotación y el exterminio de lo orgánico, mientras en las ciudades el paisaje urbano se corrompe por la descomposición formal y el cerco insidioso de los anunciantes que colonizan el universo simbólico desde las marquesinas, las cabinas y las vallas, adueñándose del espacio público para subrayar la centralidad social del espectáculo y el consumo: dos asaltos a los extremos del paisaje que manifiestan tanto la fragilidad de nuestro pa-trimonio natural y cultural como la esencial indiferencia de su expresión contemporánea.

Si en las ciudades se lucha contra la contaminación atmosférica, ¿por qué no hacerlo también contra la publicitaria? El artista cubano Félix González-Torres dejó un testimonio de esa rebelión en la poesía silenciosa de sus vallas.

En estos días se expone en seis vallas de Castellón una imagen de Félix González-Torres que el artista cubano afincado en NuevaYork había ya mostrado en 24 lugares de su ciudad en 1992, cuatro años antes de su muerte prematura por el sida. La huella de los cuerpos en la cama vacía es un haiku de poesía política que rescata la erosión de lo público con el susurro de lo íntimo, y que advierte a la vez de la vulnerabilidad de los individuos en el territorio abrasivo de un ámbito colectivo cuya ley impasible no se detiene ya en el umbral de lo privado. Es difícil no sentir una emoción parecida cuando se contempla la hecatombe de la granja francesa que disuelve la singularidad bovina en una masa informe, presta a consumirse en una pira propiciatoria donde la Cordera de Clarín, la vaca que embestía a los trenes de Mayakovski y el animal literario de Monterroso se confundirán en humo, camino de esa fosa en las nubes que prometía Celan a las víctimas del holocausto. Sean el sida o la fiebre aftosa, el incendio silencioso de la publicidad urbana o las hogueras nocturnas de las granjas, estos paisajes epidémicos no reflejan la vulneración de la ley natural sino la violencia de la ley humana: una ley arbitraria que podemos alterar sin remitirnos a la autoridad mítica de la ley de la tierra. Tendremos el paisaje que nos merezcamos, porque el paisaje es una geografía voluntaria.

¡Que se vayan las vallas!

Los jardines insurgentes deben levantarse frente a las vallas publicitarias. La ciudad del espectáculo tiene su expresión más literal en los carteles urbanos, y un paisajismo sublevado debería elegirlos como su columna de la Place Vendôme: el símbolo a derribar. Donde había una valla, un jardín vertical; frente a los gritos de la publicidad, los susurros de la vegetación. Una ciudad más silenciosa es una ciudad más habitable: si nos enfrentamos a la contaminación atmosférica, acústica y luminosa, no menos debemos oponernos a la contaminación visual del entorno urbano por esa algarabía de mensajes publicitarios de naturaleza comercial o política. En el pasado las instituciones se representaban a través de la arquitectura y el paisaje; hoy lo hacen a través de los anuncios: nuestro Versalles son las vallas. Su eliminación es un objetivo modesto y ve-rosímil: una ley las hizo desaparecer de las carreteras, y una ordenanza las puede extirpar de las ciudades. Con indultos puntuales, desde luego; el toro de Osborne tiene sus parientes urbanos en algunas encrucijadas de neón y carteleras cinematográficas, pero la actual fascinación con el Venturi de «Main Street is almost all right» no debería hacer pensar que «Las Vegas is almost all right». Times Square ha servido de excusa para la colonización de la ciu-dad por imágenes publicitarias que en la mayor parte de los casos sólo degradan el paisaje urbano. Plantemos yedra al pie de cada valla, y levantemos jardines insurgentes: «Erased billboards», un proyecto cívico y artístico en el espíritu del Beuys de Kassel. Que la naturaleza se imponga al espectáculo, y que Barcelona, pionera en tantas cosas, transite de las plazas duras a las vallas blandas.

El pequeño manifiesto ‘¡Que se vayan las vallas!’ fue presentado en la II Bienal Europea del Paisaje, que bajo el lema Jardines Insurgentes se celebró en Barcelona en el mes de abril de 2001.


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