¿Revolución? No, por favor, somos británicos. El famoso dictamen sobre el sexo puede aplicarse a otros excesos políticos o estéticos. Los cambios radicales de instituciones o apariencias no han sido nunca populares en Gran Bretaña, y tanto la revolución filosófica de las luces como la arquitectónica del Movimiento Moderno conocieron, al otro lado del Canal, versiones más templadas, caracterizadas por el tránsito de la razón a la virtud, y de la geometría al contexto. Esa modernidad reformista que se manifestó en el pluralismo flexible de la Ilustración británica —en contraste con el universalismo impositivo de la francesa— y en la continuidad evolutiva del racionalismo arquitectónico —frente a las rupturas dramáticas de las vanguardias alemanas— dibuja un paisaje insular cuya peculiaridad anglosajona se define en diálogo polémico con el continente. Tras sus propios traumas históricos entre los siglos XVI y XVIII, el país que alumbró la democracia liberal ha huido de toda revolución que no fuese industrial, tecnológica o informática, y —desconfiando de la uniformidad— sólo ha permitido un precario arraigo del Estilo Internacional.
La alta tecnología ha llegado a imponerse pacíficamente como un unánime estilo vernáculo debilitando sus lazos con la abstracción mecanicista franco-germana o la modernidad corporativa norteamericana, y subrayando su vínculo con la sostenibilidad responsable o con el comunitarismo igualitario; el expresionismo formalista impulsado por la globalización arquitectónica y el espectáculo mediático es aún un fruto efímero del Londres cosmopolita, pero tiene raíces próximas en el pop futurista y psicodélico, y más lejanas en la excentricidad y el pintoresquismo británicos; y el nuevo realismo reductivo de la generación más joven procura ensayar un lenguaje lacónico tan deudor de la depuración lírica y matérica de suizos o españoles como fiel a una tradición pòvera de sensatez disciplinada, pragmatismo funcional y sensibilidad hacia el entorno. Lindante sólo con la utopía en los experimentos más retóricos, esta arquitectura multiforme finge prolongar el reformismo amable y los consensos tibios del estado del bienestar socialdemócrata; sin embargo, el vendaval de los tiempos ha alterado por entero el territorio donde se levanta.
Paradójicamente, el declive económico de los años sesenta y setenta coincidió con una efervescencia cultural que transformó la Gran Bretaña sumida en el escepticismo postimperial en un destino admirado. Las reformas microeconómicas de Thatcher en los ochenta y la ortodoxia macroeconómica del ‘New Labour’ en los noventa generaron un crecimiento estable y un optimismo social que harían olvidar la nostalgia por el Swinging London bajo la nueva fórmula de la Cool Britannia, un universo eléctrico de moda, finanzas y granos de café. Pero esa euforia que ha convertido a Londres en vivero de estilos de vida y tendencias de diseño es producto de una economía urgente que subvierte viejas continuidades para someter la construcción y su enseñanza al cedazo severo del mercado. Hace 35 años descubrí la promesa luminosa de la modernidad reformista habitando los interiores cálidos de un college de Cambridge, la Peterhouse de Leslie Martin; hoy, la noticia de que esa universidad cerrará su departamento de Arquitectura por razones presupuestarias pone un colofón melancólico a esta celebración de la Ilustración británica.