Según el entomólogo Edward O. Wilson, lo que distingue a las hormigas y termitas de otras especies invasoras como el hombre es, en términos ecológicos, la rapidez de su desarrollo: 150 millones de años —que es lo que tardaron las hormigas en evolucionar y extenderse por la Tierra— fue tiempo suficiente para que los ecosistemas pudieran adaptarse al impacto destructor de estos insectos, mientras que los cientos de miles de años en los que se cifra nuestra especie y los apenas miles que miden nuestra conquista de la Tierra auguran una catástrofe. Otro modo de dar cuenta de la rapidez con la que la Humanidad, pese a su masa infinitesimal (los cuerpos de los 7.000 millones de individuos humanos podrían apilarse como troncos en un cubo de un kilómetros de lado), se ha adueñado de la biosfera es la invención de un término, el Antropoceno, que la Comisión Internacional de Estratigrafía acaba de aprobar para dar nombre a la última fase del Cuaternario: esos últimos cincuenta años en los que el hombre ha sido capaz de cambiar la evolución natural del planeta. Medio siglo es mucho para la vida humana, y nada en términos geológicos, pero en este tiempo la civilización ha alterado ya las tres cuartas partes de la superficie terrestre, contaminado la atmósfera, acidificado los mares y destruido la biodiversidad de tal manera, que los consecuencias —de las que hay ya registro fósil— parecen irreversibles. El tiempo dirá si la epopeya humana tiene o no un final feliz. Como el de las hormigas.