Cuando las Torres Gemelas cayeron por el impacto del fanatismo, muchos vaticinaron el fin de la construcción en altura. Sin embargo, la tozuda economía —que siempre contradice a los augures— puso las cosas en su sitio cuando alentó dos nuevas e imprevistas oleadas de rascacielos. Primero fue la de la China entregada al capitalismo, cuyas capitales financieras se poblaron de colosos tan altos como inanes. Después la de los países del Golfo, cuyo ímpetu económico se acrecentó con la descarada voluntad simbólica de superar las cumbres estadounidenses —las cumbres a batir— con Babeles que llegan a exceder los 800 metros de altura.
La respuesta norteamericana era de prever, aunque no ha venido de las grandes corporaciones que antaño asumían la responsabilidad de erigir rascacielos y que ahora apenas han sido capaces de reconstruir en la Zona Cero un símbolo poderoso. La respuesta ha venido, de nuevo, de la economía, que ha encontrado en el aparentemente colmatado suelo de Manhattan nuevos nichos de mercado. Así, los edificios de apartamentos de las familias del old money se reemplazan por columnas de hormigón y vidrio desconcertantemente esbeltas, cuyas crujías mínimas ocupan penthouses para oligarcas de las finanzas y de la política que quizá no lleguen nunca a pisarlos. Arquitectura sólo en sentido vicario, estas columnas son en realidad depósitos de divisas; iconos de la desigualdad; tótems que violan con su esnobismo el tabú de poseer cantidades indecentes de dinero.