El coste del combustible negro impulsa hoy el valor de la etiqueta verde. Tras dos décadas de bonanza petrolera, la espectacular escalada del precio del barril en los últimos años ha reactivado el interés político y profesional por el comportamiento energético de los edificios, dando como resultado una caudalosa floración de iniciativas en el terreno legislativo y en el de la homologación, con un abanico de medidas que van desde la normativa tecnológica hasta el etiquetado de sostenibilidad, y una panoplia de estímulos que abarcan desde las subvenciones económicas hasta las recompensas simbólicas. Ningún arquitecto puede ignorar este nuevo paisaje de actuación, y si las grandes firmas han sido más madrugadoras en la incorporación de los mensajes verdes a sus estrategias de comunicación, hasta los estudios más modestos deberán tener presente la agenda ambiental en sus procedimientos de diseño y en sus hábitos de evaluación.

La prosperidad material de los años ochenta y la revolución digital de los noventa configuraron un panorama de ilimitada libertad personal y formal, en el que la emancipación individual de la disciplina social e incluso de las fronteras biológicas corría en paralelo con la multiplicación insospechada de formas ajenas a toda constricción convencional o constructiva. Hoy, cuando la carestía energética y el calentamiento global obligan a revisar nuestras prioridades —desde la doble conciencia de la escasez de los recursos y de la incapacidad del planeta para absorber los residuos de la actividad humana—, los arquitectos tenemos el reto inaplazable de desarrollar una estética constructiva y una ética urbana en sintonía con la mudanza de los tiempos, que trascienda el paradigma moderno del crecimiento demiúrgico y de la industria taumatúrgica, pero también el síndrome posmoderno de la ataraxia intemporal y de la nostalgia vernácula.

En este empeño, los fracasos y los fraudes son más numerosos que los éxitos, así que no es fácil conjurar el escepticismo. Desde la escasa calidad formal de las arquitecturas ecológicas que proliferaron en los años setenta al calor de las dos crisis petrolíferas de esa década, y hasta el cinismo del calor de las dos crisis petrolíferas de esa década, y hasta el cinismo de la última hornada de rascacielos ‘sostenibles’ que se proponen como modelo de la construcción verde, hay más motivos para el desaliento que para la esperanza. Los edificios son responsables de una fracción importante del consumo de energía y materiales, y los modelos territoriales son una variable esencial en los costes del transporte, pero ni el arquitecto ni el urbanista tienen una influencia decisiva sobre el resultante estadístico de cualquiera de estos campos. Y, aun así, cada proyecto y cada plan que se formula desde la responsabilidad ambiental redime a su autor y nos rescata a todos de la impotencia fatalista y la resignación inmóvil.


Etiquetas incluidas: