La construcción del desastre
La Ciudad de la Cultura y el estadio del Deportivo son dos proyectos gallegos de Eisenman que expresan en su impronta topográfica el espíritu de los tiempos.
Lo que digas fue un sueño. La visión aérea de la Ciudad de la Cultura de Galicia ofrece un testimonio casi táctil de las obras en marcha, y sin embargo el paisaje modelado por el movimiento de tierras transmite una impresión onírica. Entre la autopista y el centro histórico de Santiago, el territorio tallado por las máquinas en pliegues y dobleces se derrama en los márgenes como la arcilla en el torno de un alfarero distraído, fluido e inesperado como la colada de barro que sigue a las lluvias torrenciales, plástico y pulsátil como el mecanismo blando de un lienzo surreal. Esta geología orgánica de lenguas y gargantas es la obra mayor y la mayor obra de Peter Eisenman, que a los 70 años se enfrenta a su capolavoro con la impetuosa imprudencia de los 17. «Peter, no puede quedar mejor que ahora...» «¡Quizá deberíamos dejarlo así!». Pero la colosal pieza de land art es sólo la imagen congelada de una obra en proceso, y en esa foto fija se resume la aventura de su construcción.
El monte de las Gaias, entre la autopista y el centro de Santiago, se talla en pliegues para acoger la Ciudad de la Cultura de Galicia, un proyecto geológico y orgánico que es el más ambicioso de su autor.
Vencedor de un concurso celebrado en 1999, el proyecto de Eisenman compendia los intereses formales que alimentan su arquitectura durante las tres últimas décadas: las mallas distorsionadas de los sintácticos años setenta, las excavaciones artificiales de los historicistas ochenta y los plegamientos borrosos de los fracturados noventa. Amalgama informática de las estrías de la venera y las cinco calles del casco antiguo compostelano, la geometría azarosa del conjunto —que alberga ópera, museo, biblioteca y hemeroteca— se desfleca en rueiros que se funden con el relieve ondulado del paisaje rural. Para algunos será el Guggenheim gallego, una espectacular manifestación del poder mediático de la arquitectura actual; para otros será El Escorial de Fraga, un titánico monumento capaz de competir en permanencia con las grandes obras del pasado; y para casi todos aparecerá como una exploración arriesgada del desorden de los tiempos, un ensayo visionario en ‘la construcción del desastre’.
Entre Blanchot y Derrida
Eisenman cita a menudo La escritura del desastre, uno de los textos esenciales del recientemente desaparecido Maurice Blanchot, y en su arquitectura se respira la misma fascinación exigente por la negación, la misma búsqueda radical del vacío, el mismo vértigo deliberado ante la nada; pero también idéntico gusto por la paradoja, los juegos de palabras y el formalismo abstruso. Sus obras se levantan en el mundo físico, pero no se sostienen sin un elaborado andamiaje de argumentos y dibujos: la construcción se enreda con la escritura, y cada edificio acaba siendo un libro. El de Santiago tendrá por título Code X (código, pero también códice), y esa referencia simultánea a su décima casa, conocida como House X, y al saber manuscrito medieval donde se originó el mito xacobeo revela la afición del arquitecto por el ingenio conceptista y los enigmas barrocos. Jacques Derrida, con quien mantuvo una dilatada relación de colaboración y amistad, redactó en cierta ocasión un texto titulado ‘Por qué Peter Eisenman escribe tan buenos libros’, y es fácil explicar ese homenaje desde la pasión compartida por la inteligencia luminosa y el lenguaje hermético: aquella luz negra con la que el crítico literario Rafael Conte apocopaba a Blanchot en el momento de la despedida.
Los tentáculos fláccidos que amplían el estadio coruñés de Riazor (abajo) albergan viviendas, hotel y oficinas; y el caparazón estriado del diseñado en Glendale, Arizona, unifica usos deportivos y comerciales.
Ahora Peter el oscuro menciona el elogio póstumo de Blanchot por Derrida, y en ese vínculo final entre sus dos autores de cabecera (triangulados en la distancia por la figura gigantesca de Emmanuel Lévinas) se advierten las líneas de tensión que tejen su malla intelectual de referencia. Desde luego, parece extravagante establecer lazos entre un autor sin rostro que vivió consagrado «a la literatura y al silencio que le es propio», y un arquitecto de inevitable celebridad cuya actividad se acompaña del ruido y la furia características de la era del espectáculo. Pero en la devoción de Eisenman por Blanchot late la curiosidad espiritual y el amor al peligro que le ha llevado a colaborar —a él, un judío de origen alemán que está construyendo en Berlín un memorial del Holocausto— con Albert Speer, hijo del arquitecto de Hitler del mismo nombre; o a cultivar la amistad de Leon Krier, un arquitecto en sus antípodas estilísticas —el cual, por cierto, dedicó considerables esfuerzos a la rehabilitación crítica del clasicismo monumental de Speer padre—, con el que este invierno ha expuesto en Yale, y por cuyo extremismo estético siente irrefrenable simpatía. Al final, resulta verosímil el esquema que Eisenman gusta de exponer: si su generación se dividió entre Venturi y él mismo, y la siguiente entre Koolhaas y Krier, resulta inevitable que el redescubrimiento por Koolhaas de Venturi tenga como compensación simétrica su propio encuentro con Krier, en un nuevo alineamiento cuyas líneas de fractura no son ya formales sino ideológicas.
Pero este arquitecto jacobino se nos ha hecho de un tiempo a esta parte también jacobeo, y convertido en gallego honorario hace compatible la construcción de la Ciudad de la Cultura en Santiago con un gran proyecto en La Coruña, la remodelación del estadio del Deportivo, que en su propuesta se extiende hasta la playa con tentáculos serpenteantesque acogen un hotel, oficinas, comercios y viviendas, integrando el recinto deportivo en el tejido urbano y renovando la imagen del club con un icono que debe satisfacer tanto al presidente del Depor, Augusto César Lendoiro, como al alcalde de la ciudad, Paco Vázquez, dos personajes conocidos por su manifiesta enemistad política y personal. Misión imposible, pero no para Eisenman, un fanático del fútbol que sigue puntualmente las vicisitudes de Tristán o Valerón, y en cuyo currículum se cuentan otros dos proyectos de estadios: el de los Cardinals de Arizona en Glendale, en curso de realización, y el olímpico de Leipzig, impulsado como emblema de la candidatura alemana a los Juegos de 2012.
Orgánico y expresionista como la Ciudad de la Cultura, el proyecto del Depor pertenece también al ámbito de los sueños, pero en esas formas fláccidas que fluyen perezosas hacia el agua de espuma hay una calma y una voluptuosidad más soñolientas que soñadoras, y sus apéndices de calamar gigante abrazan la ciudad con una laxitud horizontal que no dibuja nunca el perfil de pesadilla de las criaturas de los abismos oceánicos. La agitación del desorden y la construcción del desastre es, aquí como en Santiago de Compostela, más un exorcismo que una exaltación: el oleaje atlántico invade la ciudad con una onda descomunal y catastrófica, pero ese tsunami sísmico se solidifica en un remolino amable y protector, conjurando la amenaza de unos tiempos convulsos. Los vertidos y las guerras del petróleo se remansan y petrifican en su umbral, y los virus de la neumonía y la intolerancia se frenan en la mascarilla metafórica de su movimiento detenido. Pero no digas que fue un sueño.