El globo sin gobierno
La exposición del MoMA, el Pritzker de Mendes da Rocha, la muerte de Fisac y el atentado de la T-4 fueron hitos de un año a la vez próspero y caótico.
La confusión urbana refleja el desorden del planeta: tanto el crecimiento ingobernable de las ciudades como la degradación creciente del entorno son síntomas del desgobierno global, en un momento histórico que contempla a la vez la disolución de los límites y el desvanecimiento de las normas. Un mundo enmadejado por flujos que se expanden —desde la información instantánea o el torrente de mercancías hasta las grandes migraciones hacia las megápolis babélicas—, y enredado en un laberinto de crisis enlazadas—bélicas, energéticas y climáticas—, experimenta el desaliento de una deriva política, una fragmentación social y una descomposición ideológica que contrastan con la aceleración de las economías.
El nuevo perfil de Madrid y el nuevo puerto de una Valencia que acogerá la Copa América fueron iconos del boom español.
El conflicto material y simbólico abierto por el 11-S entre Occidente y el universo islámico se agravó durante el año, con el hundimiento de Irak en una guerra civil jalonada por la ejecución de Sadam, el recrudecimiento de los combates en Afganistán, Palestina y Somalia, el desafío atómico de Irán y la cólera de las mezquitas tras el discurso de Aquisgrán de un Papa que sin embargo viajó a Turquía, apoyando su ingreso en la mayoritariamente cristiana Unión Europea. Ésta, que todavía no ha digerido las consecuencias de la ampliación y el fracaso de la Constitución, se enfrentó al riesgo renovado de su dependencia energética, negociando el suministro ruso al tiempo que reconsidera la opción nuclear.
La catástrofe de Irak tuvo consecuencias en Estados Unidos, donde los demócratas obtuvieron la mayoría en ambas cámaras, en sintonía con los corrimientos de la opinión que han dado el poder a izquierdas populistas en varios países de América Latina; allí, tanto la desaparición de Pinochet como la enfermedad de Castro hicieron visible el otoño de los patriarcas despóticos, mientras se debilitaba la influencia del poderoso vecino del norte y se hacía palpable la de su gran rival geoestratégico, China, que siguió tomando posiciones tanto en este continente como en el africano, practicando una alianza de civilizaciones muy diferente a la que han preconizado el cesante Kofi Annan y nuestro Zapatero.
Alemania acogió el mundial de fútbol en estadios nuevos como el Allianz Arena de Múnich de Herzog y de Meuron (izquierda) o remodelados como el Olímpico de Berlín de Von Gerkan y Marg (a la derecha).
En España, el año político estuvo marcado por los rescoldos del estatuto catalán y unas elecciones regionales anticipadas que dejaron el debate en tablas; por la aspereza del enfrentamiento ideológico suscitado por la memoria de la Guerra Civil, que alcanzó hasta las esquelas; y, sobre todo, por la reactivación del terrorismo de ETA, que destruyó un módulo del aparcamiento de la nueva terminal de Barajas, causando dos víctimas. Por su parte, el año social estuvo protagonizado por el esfuerzo para controlar la inmigración desbordada; por el empeño en disminuir las víctimas del tabaco y la carretera con las prohibiciones de fumar y el carné por puntos; y por el intento judicial de poner coto a la corrupción urbanística en las ciudades y en la costa.
Muchos de los nuevos frutos de la prosperidad germánica fueron obra de arquitectos extranjeros, como SANAA con la escuela de diseño de Essen UNStudio con el museo de Stuttgart
Alimentada por un boom inmobiliario que comenzó a manifestar signos de enfriamiento, la economía española creció por encima de la media europea, y sólo la comparación con los ritmos vertiginosos de algunos países emergentes da perspectiva a un auge que ha beneficiado a las constructoras, protagonistas de adquisiciones colosales en los sectores de la energía y los servicios, e impulsado el desarrollo urbano tanto en la capital —empeñada en obras de la dimensión de la M-30 o los rascacielos de la Castellana— como en las restantes ciudades, y desde luego en las que preparan grandes eventos, sean Valencia —donde David Chipperfield y b720 completaron el edificio emblemático del puerto deportivo para la Copa América 2007— o Zaragoza, que añadirá a las obras en marcha de la Expo 2008 un nuevo museo en el centro de la ciudad, diseñado por Herzog y de Meuron.
Esta efervescencia urbana —que ha dado lugar también a polémicas como la muy notoria en defensa de la arboleda del Paseo del Prado madrileño— se produjo en paralelo a un florecimiento arquitectónico del que dio cuenta una gran exposición del Museo de Arte Moderno de Nueva York, inaugurada allí en febrero y presentada en Madrid después, reforzando la autoestima colectiva que igualmente brindan los éxitos internacionales de cocineros como Adriá, cineastas como Almodóvar y deportistas como Gasol, que llevó la selección de baloncesto a un título mundial, o Alonso, que ganó su segundo campeonato de Fórmula 1: una exposición donde figuraba la que sería inevitable protagonista del año, la T4 de Barajas, puesta en servicio a comienzos del mismo y atacada por el terrorismo el penúltimo día de 2006.
En Estados Unidos se completaron obras de gran singularidad como el museo Nelson-Atkins en Kansas de Steven Holl (izquierda) o las oficinas de la firma IAC frente al Hudson en Nueva York de Frank Gehry (abajo).
Por lo demás, la elegancia técnica y liviana de la terminal aeroportuaria le valió la mayor distinción británica, el premio Stirling, y Richard Rogers, que firmó el proyecto junto con el madrileño Estudio Lamela, vio también homenajeada su trayectoria con el León de Oro de la Bienal de Arquitectura de Venecia. Un capítulo de galardones en el que deben también mencionarse el premio Pritzker, otorgado al brasileño Paulo Mendes da Rocha y entregado en el Estambul de Orhan Pamuk; el Praemium Imperiale, que recayó en el alemán Frei Otto; las medallas de oro del RIBA y el AIA, concedidas respectivamente al japonés Toyo Ito y al arquitecto de Arizona Antoine Predock; y la medalla Tessenow, que distinguió al estudio británico Sergison Bates.
Ya en nuestro país, el premio FAD se otorgó a la biblioteca Jaume Fuster en Barcelona, obra de Josep Llinás y Joan Vera, mientras el mayor honor profesional, la medalla de oro del Consejo de Colegios de Arquitectos, celebró la carrera del navarro Rafael Moneo —que completó en Madrid una ampliación del Banco de España modélica en su subordinación a la historia y al contexto—, y el premio Camuñas se otorgó al veterano catalán Francesc Mitjans, tristemente fallecido poco después; su nombre se añade a una lista de pérdidas que encabeza el manchego y universal Miguel Fisac, y en la que también figuran la italiana Anna Castelli, el alemán Simon Ungers, el austríaco y australiano Harry Seidler, el japonés Kazuo Shinohara y los norteamericanos Hugh Stubbins y Sheldon Fox, así como el crítico de origen alemán Peter Blake y la activista urbana en Nueva York y Toronto Jane Jacobs.
Los titulares del año destacaron megaproyectos como el premiado en el concurso de Gazprom
Entre los edificios del año no pueden dejar de mencionarse tres iconos alemanes, todos diseñados por extranjeros: el fluido y dinámico Museo Mercedes-Benz en Stuttgart, obra del holandés Ben van Berkel y su UNStudio; las geometrías oníricas de la escuela de diseño de Essen, de los japoneses Sejima y Nishizawa; y la extraordinaria Allianz Arena, un estadio neumático y polícromo de los suizos Herzog y de Meuron —autores también de un insólito proyecto de ampliación de la Tate Modern—que se reinauguró con el campeonato mundial de fútbol del verano: un emblemático recinto al que se unirían la remodelación del Estadio Olímpico de Berlín por Von Gerkan y Marg, el nuevo estadio en Palencia de Francisco Mangado y el de los Cardinals en Arizona de Peter Eisenman.
En Estados Unidos —donde completaron obras Steven Holl, Daniel Libeskind, Diller y Scofidio o Morphosis— fue un año especialmente bueno para los arquitectos europeos, que acabaron obras importantes: el francés Jean Nouvel, que inauguró en París el polémico Museo de Quai Branly, terminó también su primer edificio americano, el teatro Guthrie en Minneapolis; el británico Norman Foster, que culminó en Kazajistán una monumental Pirámide de la Paz, remató en Manhattan rascacielos para la compañía Hearst tan elegante como exquisito en su diálogo con lo existente; y el italiano Renzo Piano, que proyecta en el país un sinnúmero de sedes culturales, abrió en Nueva York una de ellas, la delicada-mente remodelada Morgan Library.
La ciudad de los rascacielos vio también levantarse la última obra de Frank Gehry, una ondulante sede corporativa frente al Hudson que renueva el lenguaje del californiano como no lo hizo el hotel construido en La Rioja alavesa para las bodegas Marqués de Riscal. Pese a todo, la titularidad simbólica de los edificios en altura se ha ido alejando progresivamente de la Gran Manzana, con una floración de rascacielos que levanta nuevos Manhattan en Shanghai o en Seúl, en São Paulo o en Nueva Delhi, en Moscú o en Dubai, en una frenética competición que ya no excluye a ciudades históricas como Sevilla o San Petersburgo, donde se celebran concursos para erigir sedes colosales para los poderes fácticos, las cajas de ahorro en el caso andaluz y la empresa de energía Gazprom en el ruso.
Como cada año, en lo que comienza a ser una tradición de exploración de nuevos caminos en la arquitectura, la Serpentine Gallery londinense construyó un pabellón efímero, y el encargado en esta ocasión fue el holandés Rem Koolhaas, que junto al ingeniero Cecil Balmond y el artista Thomas Demand levantó en Hyde Park una estructura cuya levedad hinchada sirve como metáfora visual del globo en que vivimos, una burbuja vulnerable que sólo se sostiene manteniendo la presión en su interior translúcido y vacío, saturado de infor-mación y despojado de sustancia. Pensábamos que iba a ser el año de Mozart, pero ha acaba-do siendo el año de YouTube.