Santiago Calatrava ha inaugurado en la Zona Cero de Manhattan una obra de extraordinaria visibilidad e importancia simbólica. La estación Oculus, situada en el World Trade Center, conectará diez líneas del metro de Nueva York con los trenes de cercanías que cruzan el río Hudson hacia Nueva Jersey, y ni su construcción ni su puesta en funcionamiento han estado exentas de polémica. El gran esqueleto de acero blanco que se alza a los pies del lugar donde antaño se elevaban las Torres Gemelas ha sido criticado en las páginas de medios como The New York Times, The Wall Street Journal, The New York Post o la revista The New Yorker, que han sometido la obra a un incisivo escrutinio para terminar por calificarla de ‘extravagancia’. La nueva estación, considerada la más cara del mundo —su ejecución ha costado 4.000 millones de dólares, más del doble de lo presupuestado en un comienzo—, cuenta con más de 30.000 metros cuadrados dedicados a espacios cívicos y podrá acoger a 200.000 pasajeros. La monumental cúpula de vidrio y acero contribuye a la iluminación natural del vestíbulo, uno de los puntos fuertes del proyecto. El intercambiador se enfrenta ahora a un doble reto: demostrar que cumple su función y que, además, es rentable para la ciudad. Las diversas áreas del edificio se irán abriendo progresivamente hasta la primavera, cuando se prevé que comience a dar un servicio integral. Hasta entonces, los neoyorquinos tendrán que seguir preguntándose si el coste y los dilatados plazos de ejecución habrán merecido la pena.