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Crítica y crisis

Las diferentes crisis del planeta —en la economía, el clima, las catástrofes o el terror—, invitan a replantear las bases de la crítica arquitectónica.

Luis Fernández-Galiano 
31/10/2009


La crisis de la crítica ha sido desplazada por la crisis del mundo. En el primer capítulo de la obra de Paul de Man Blindness and Insight —cuyo título he tomado prestado para este texto— el teórico de la literatura defiende que «toda crítica auténtica se produce en forma de crisis». Citando la conferencia de Mallarmé en Oxford en 1894 («Han enredado con las reglas del verso... On a touché au vers»), de Man aplica las palabras del poeta francés a la crítica literaria de 1970: «On a touché à la critique... Las reglas y convenciones consolidadas que gobernaban la disciplina de la crítica y hacían de ella una piedra angular de la estructura intelectual han sido tan manipuladas y alteradas que el edificio entero amenaza con derrumbarse». Pero esta forma de crisis, que no afecta necesariamente a los enfoques históricos o filológicos, es desde luego inseparable de la crítica: «hablar de una crisis de la crítica es pues, en cierta medida, redundante».

Cuando de Man escribía, sus comentarios se podían fácilmente aplicar a la disciplina arquitectónica. Después de los libros de Venturi y Rossi de 1966, la situación intelectual de este campo podría describirse con las mismas palabras: «On a touché à la architecture... Las reglas y convenciones consolidadas han sido tan manipuladas y alteradas que el edificio entero amenaza con derrumbarse». Las reglas y convenciones eran sin duda las de la modernidad, adoptada después de la II Guerra Mundial como la forma canónica de construir, y este primer rechazo posmoderno sería pronto seguido por las formas inestables y fracturadas de la arquitectura deconstructivista y por las construcciones alabeadas e informes de las burbujas y los bultos diseñados por ordenador. Hoy, cuatro décadas después de la crisis de la modernidad que sacudió la arquitectura y la crítica, la crisis material del mundo —del calentamiento global o el meltdown financiero a las catástrofes humanas o la universalización del terror— pone en primer plano la evidencia de que el edificio que amenaza con derrumbarse es el planeta mismo.

La urbanización a medio construir en Estados Unidos o las carreteras cubiertas por la arena del desierto en Dubai ilustran el colapso inmobiliario que hizo tambalearse a los bancos y ha devastado la economía real por doquier.

Enfrentados con la deprimente realidad del colapso de la gobernanza global, la tarea de la arquitectura se convierte en la muy elemental de poner algo de orden en el seno del desorden, y la tarea de la crítica acaba siendo la in- cluso más básica de ofrecer apoyo y estímulo a los proyectos que se proponen mejorar el mundo más bien que a las propuestas que pro curan representar el caos en que está sumido. Expresada de esta forma, la labor de la crítica parece intelectualmente somera, o incluso directamente trivial, pero quizá nuestro tiempo histórico reclama la humildad de la simplicidad, no sólo en nuestras vidas, sino en nuestros análisis. La estupidez es una forma de sabiduría en tiempos de tribulación, y desprenderse del habitual ropaje de sofisticación intelectual equivale a desnudar la arquitectura de ornamento superficial, esforzándose por alcanzar la raíz de las cosas y reclamando para los arquitectos un papel de servicio que se ha desvanecido en la liaison non sancta con la celebridad y el glamour.

Los arquitectos han tenido mucho éxito suministrando iconos construidos para las ciudades y los países, pero mucho menos a la hora de afrontar los desafíos de un mundo desgarrado por el dolor y la ansiedad. Sus figuras intelectuales más influyentes han abrazado una caricatura del capitalismo como casi única referencia ideológica, y las aspiraciones utópicas de la modernidad prácticamente han desaparecido en un clima de cinismo extremo. La disciplina de la arquitectura, durante tanto tiempo territorio de monarcas y magnates, desdibujó sus vínculos con el poder durante las primeras décadas del siglo XX, y estableció un pacto con la esfera social que situaba la vida cotidiana de la gente común en el centro de su atención, pero este pacto se ha ido debilitando desde entonces con la emergencia del espectáculo como el rasgo dominante de la sociedad contemporánea.

La conciencia actual de la fragilidad de nuestras estructuras políticas y económicas, que hace el culto del espectáculo tan obsceno como obsoleto, demanda la renovación, un siglo después, del contrato social de la arquitectura moderna: una renovación que no puede ser inocente, ya que son muchas las culpas que recaen sobre la arquitectura, pero que tampoco puede rendirse al escepticismo. Es desde luego un camino difícil, que demanda atención constante, y que al final puede no llevar a ningún sitio. Pero es el único que ofrece una esperanza fugaz, y el único que parece decente recorrer. Ese es nuestro modesto y estúpido camino hacia delante: crear islas de orden en un mar de desorden, y ofrecer cobijo ante el dolor del caos. Italo Calvino describió elocuentemente esa senda en las frases finales de sus Ciudades invisibles de 1972:«buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio».

Entre el enrevesado dibujo que resumía en 2009 la estrategia estadounidense en Afganistán y el elegante diagrama con el que Alfred Barr sintetizó en 1936 el desarrollo del arteabstracto hay menos de un siglo, pero un abismo conceptual.

Si todo esto suena como un intento dubitativo de dar nueva vigencia a un humanismo tristemente ajado, es posiblemente porque, como Mark Lilla ha argumentado, demasiados de nosotros «seguimos a un falso mesías hasta el desierto de la deconstrucción», y la reacción intelectual a este extravío tiene un elemento de desesperación que busca los más improbables asideros. En Les voix du silence de 1951, André Malraux escribió que «nous voulons retrouver l’homme partout où nous avons trouvé ce qu'il écrase», y esta voluntad de volver a descubrir la humanidad en la adversidad tiene un valor ético que no podemos dejar desaparecer. La crisis del mundo reclama que la crítica otorgue voz al silencio, y que desvele a la mirada tanto las ciudades invisibles como las arquitecturas invisibles.


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