Espíritus y espectros
Las columnas de luz en la Zona Cero neoyorquina quieren ser un símbolo de esperanza, pero podrían percibirse como una presencia fantasmal.
Esperan ser espíritus, pero podrían devenir espectros. Las torres de luz diseñadas por artistas y arquitectos para proyectarse hacia el cielo desde los escombros de la zona cero constituyen un proyecto bienintencionado y benemérito, que aspira a llenar el vacío doloroso de las Torres Gemelas con un signo de resurrección y resistencia. Sin embargo, esos dos gestos luminosos sobre el perfil de Manhattan traen inevitablemente a la memoria las escenografías de columnas de luz creadas para las grandes concentraciones de masas orquestadas por el partido nazi en Núremberg, y podrían arrastrar las connotaciones ominosas y fantasmales del poder totalitario. En un momento escindido entre el protagonismo del terror y la voluntad de seguridad, esos inmateriales pilares de luz no son el mejor emblema de la fortaleza democrática y la solidez de las libertades públicas, que constituyen el espíritu tenaz de unas sociedades hoy amenazadas por el espectro abyecto del miedo.
El carácter virtual de las primeras propuestas para ocupar el vacío de las Torres Gemelas contrasta con la presencia devastadora del bombardero B-2 Spirit o el cañonero AC-130 Spectre en la campaña norteamericana contra Afganistán.
La idea fue alumbrada por dos artistas, Paul Myoda y Julian LaVerdiere, que habían pasado seis meses en la planta 91 de la torre norte del World Trade Center preparando una escultura luminosa destinada a montarse el año próximo en la antena del edificio. Conmovidos por la tragedia del 11-S, propusieron transformar su modesto proyecto bio-luminiscente en una colosal instalación a la que llamaron Phantom Towers, dos piscinas de luz en la huella de las torres cuyo resplandor se elevaría sobre el perfil de Manhattan, y que el New York Times publicó el 23 de septiembre en la portada del suplemento dominical, dando a la propuesta una extraordinaria difusión. Al proyecto se sumaron enseguida dos arquitectos, John Bennett y Gustavo Bonevardi, que habían estado trabajando independientemente en la misma idea, y el resultado final han sido dos haces de luz blanca proyectados por generadores láser desde los muelles del río Hudson, más o menos a la altura donde se levantaban las torres, pero algo alejados de su emplazamiento pre-ciso para no interferir en las labores de desescombro de la Zona Cero: es esta propuesta, rebautizada como Towers of Light, la que actualmente discuten los neoyorquinos.
Para un europeo, la imagen de los reflectores construyendo solemnes arquitecturas verticales se asocia sin remedio con la Catedral de Luz levantada por Albert Speer en el Zeppelinfeld de Núremberg en 1934, una fantasmagórica y titánica instalación nocturna que empleaba una pléyade de focos paralelos apuntando al cielo para delimitar el escenario de los desfiles y concentraciones de hasta un millón de personas que constituían la parafernalia de los congresos del partido nazi alemán. Estas arquitecturas inmateriales y unánimes, como la música hipnótica y la coreografía de masas inspiradas en los montajes wagnerianos de Bayreuth, forman el núcleo esencial de la concepción fascista de la política como espectáculo, y ese teatro grandioso que sustituye el diálogo y el debate por el pasmo ante lo sublime es también hoy el vehículo predilecto de un mesianismo religioso o romántico que se sirve de los medios con deslumbrante destreza. Osama bin Laden usa los videos de AlYazira como Hitler las películas de Leni Riefenstahl, y el truculento teatro del terror del saudí barre de las pantallas la cobertura embanderada y alfabética de la CNN o la Fox con sus fatigosas consignas patrióticas y sus narcóticos crawl telegráficos.
La aparición en la portada del suplemento dominical de The New York Times de las ‘Torres de luz’, ideadas por los artistas Paul Myoda y Julian LaVerdiere con los arquitectos John Bennet y Gustavo Bonevardi, dio gran difusión a la iniciativa.
Los alemanes, que por motivos evidentes poseen especial sensibilidad ante los síntomas sociales que anuncian el incubamiento de la enfermedad totalitaria, se indignaron ya cuando las fiestas del tránsito de milenio propusieron para Berlín una escenografía luminosa que evocaba las celebraciones nazis, y han inaugurado ahora en Núremberg un centro de documentación y muestra permanente que, bajo el título ‘Fascinación y terror’, persigue precisamente explicar los mecanismos de propaganda y manipulación mediática brillantemente utilizados por los nacionalsocialistas. El principal diseñador de esa estrategia de comunicación fue el autor de la Catedral de Luz, el arquitecto Albert Speer, en cuyo retórico y grave Palacio de Congresos se alberga el nuevo centro, proyectado por el austriaco Günther Domenig con geometrías fracturadas de vidrio y acero que aspiran a deconstruir la solemnidad perpendicular y severa del edificio del III Reich. Pero los europeos fuimos rescatados de ese imperio inicuo por los norteamericanos, y sería una deplorable paradoja histórica que éstos eligieran expresar su fuerza y su determinación después del 11-S a través de instrumentos simbólicos contaminados por su empleo totalitario.
En todo caso, la polémica sobre el futuro de la zona cero, en la que han intervenido centenares de arquitectos neoyorquinos, no es tan importante como la que se ha abierto sobre las perspectivas de los rascacielos y los edificios emblemáticos en el actual clima de obsesión por la seguridad. Es verdad que, a medida que las cenizas se enfrían, algunos se atreven a decir en público lo que antes muchos musitaron, y así una voz tan autorizada como la de Harry Seidler —el arquitecto vienés afincado en Australia que ha proyectado alguno de los edificios más altos del planeta— ha recordado que la extraordinaria fragilidad del World Trade Center tuvo origen en el incumplimiento por razones económicas de numerosas medidas de seguridad, algo sólo posible porque el promotor y el supervisor del complejo eran el mismo organismo público: una vulnerabilidad que, como se ha llegado a sugerir, acaso pudo ser conocida por el Bin Laden que hizo su fortuna en la construcción o por el Mohamed Atta que estudió arquitectura. Estas denuncias específicas, sin embargo, no alivian apenas el creciente recelo ante la altura, por más que los arquitectos insistan en que renunciar a los rascacielos equivale a capitular ante el terror.
Los fantasmales haces luminosos sobre el cielo de Manhattan convocan otros espectros de un pasado siniestro: la ‘catedral de luz’ de Albert Speer para Núremberg, diseñada en 1934 como escenario de concentraciones nazis.
Mientras tanto, en la guerra de McWorld contra la Yihad que está teniendo su primer episodio en Afganistán, Occidente golpea con un martillo contra un enjambre de avispas sin comprender aún la naturaleza de los nuevos conflictos y los nuevos enemigos, a los que quizá deberíamos procurar destruir sin demonizar ni caracterizar como a villanos de cómic, perversos Lex Luthor o siniestros Darth Vader en posesión del lado oscuro de la fuerza. La destrucción de las Torres Gemelas fue un acto de violencia tan extremo y exacto que insensiblemente lo asociamos a una simulación virtual, o a una demolición de pureza simbólica tan escalofriante como la de los Budas de Bamiyán, olvidando el asesinato de millares de seres demasiado humanos, que nos afrentaría ver considerados como daños colatarales del espectáculo de la política.
Acaso por ello, imaginábamos también la guerra afgana como un enfrentamiento que se libraría en el terreno inmaterial de las pantallas parpadeantes, y en el que los protagonistas serían bombas inteligentes lanzadas por aeronaves no tripuladas como los Predator, o por los cazas y bombarderos invisibles de la guerra del Golfo y las guerras balcánicas, el papirofléxico F-117 Nighthawk y el ondulante B-2 Spirit. Sin embargo, la entrada en Kabul sólo la han hecho finalmente posible las crueles bombas de fragmentación y las devastadoras Daisy Cutter, los crudos bombardeos en alfombra de unos B-52 que han alcanzado los cincuenta años de servicio en los cielos afganos, y el fuego demoledor del cañonero AC-130 Spectre, la versión artillada del veterano Hércules. Esperábamos una sutil guerra de espíritus, y hemos tenido una terrible guerra de espectros. Y ahora los fantasmas amenazan con levantarse en el corazón de Manhattan, evocando presencias ominosas. Siempre hemos temido y combatido a los otros: sería trágico descubrir que los otros somos nosotros mismos.