El arte extravagante
El presidente chino Xi ha censurado la arquitectura extravagante, poniendo como ejemplo la CCTV, y su posición afectará al futuro creativo del país.
En un discurso insólito, el presidente Xi Jinping condenó la arquitectura extravagante, y muchos en Occidente lo escucharon con agrado. Pero su demanda de un arte amable —«sol en el cielo azul y brisa en primavera»—, socialista y patriótico a la vez, ha inspirado la reciente directiva del regulador chino de los medios estableciendo estancias en el campo de intelectuales y artistas, y en este caso los ecos de la Revolución Cultural impulsada por Mao Zedong entre 1966 y 1976 han hecho saltar las alarmas. La reeducación a través de la inmersión en el mundo campesino dejó tras de sí una generación perdida, pero las estancias de un mes de duración en zonas rurales de los empleados en empresas públicas de prensa, radio, cine y televisión parecen ayunas del dramatismo que marcó el éxodo de la juventud urbana china hace casi medio siglo. En todo caso, las opiniones estéticas de Xi pueden marcar el rumbo creativo en un país que alberga un formidable mercado de arte y que ha sido escenario privilegiado de la arquitectura icónica durante la última década.
La estética tradicionalista del presidente chino Xi, que ejerce su cargo con extraordinaria autoridad, está en conflicto con las arquitecturas icónicas de Pekín, desde la CCTV de Koolhaas hasta el Galaxy Soho de Zaha Hadid.
El hombre con más poder en China desde Mao —porque incluso el gran reformador Deng Xiaoping prefirió emboscarse en el ‘liderazgo colectivo’— ha puesto en marcha una ambiciosa agenda que se extiende desde la liberalización económica y la lucha contra la corrupción hasta la revisión de las políticas demográficas del hijo único y el control de las migraciones internas, y ahora le ha llegado el turno al terreno ideológico de las artes, donde Xi defiende la recuperación de aquella ‘hegemonía cultural’ que Gramsci juzgaba imprescindible para conducir con éxito la pugna política. En el marco de un simposio literario celebrado en Pekín el 14 de octubre, y ante un público de notables y veteranas figuras de la cultura, Xi habló durante dos horas acerca de una arquitectura y un arte que «inspiren las mentes, reconforten los corazones, cultiven el gusto y depuren los estilos de trabajo indeseables», animando a evitar la mercantilización y a «difundir los valores chinos contemporáneos, incorporar la cultura tradicional china y reflejar los intereses estéticos del pueblo chino».
Considerada ya en China como la más importante toma de posición sobre el arte desde las míticas intervenciones de Mao en el Foro de Yenán en 1942, el discurso de Xi no eludió poner ejemplos de lo que juzga extravagante, centrando sus críticas en la CCTV de Rem Koolhaas en Beijing y un puente en Chongqing la forma y color de cuyas pilas —que se abren y vuelven a cerrarse para dejar paso al tablero— evocan los genitales femeninos. El que algunos han denominado ‘giro maoísta’ de Xi se ha difundido apoyado en la fuerza plástica de los ejemplos, y ha provocado respuestas defensivas de arquitectos como Koolhaas («CCTV es un edificio muy serio, beneficioso para la cultura china») y promotores como el de la inmobiliaria Soho, Pan Shiyi, que ha visto sus proyectos con Zaha Hadid calificados de extravagantes por el oficialista Global Times, un campeón de la arquitectura innovadora que se ha hecho tradicionalista tras el discurso de Xi.
La teoría marxista del arte (desde los padres fundadores hasta Lukács, Brecht, Benjamin o Adorno) ha tenido diferentes encarnaciones, pero en pocas ocasiones ha podido imponerse de manera tan unánime como en la China de Xi, por más que tras los dramas de la Revolución Cultural este remake maoísta que envía a guionistas y escenógrafos de la televisión pública a pasar una temporada en el campo tenga ribetes de comedia. Será que Marx tenía razón cuando, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, conviene con Hegel en que la historia se repite, pero «una vez como tragedia y otra como farsa».
En todo caso, las opiniones estéticas de Xi modelarán la producción cultural del país en el futuro inmediato. En el campo de la arquitectura, China previsiblemente dejará de ser el gran mercado que es hoy —superando incluso a los emiratos del Golfo— para las obras icónicas de los grandes despachos internacionales, y es también imaginable que se valorará más el realismo lírico de creadores como el Pritzker Wang Shu frente a la espectacularidad escultórica de arquitectos como Ma Yansong, que significativamente llama a su estudio MAD.
Los frutos de este ‘giro maoísta’ en las artes chinas pueden ser agridulces. En su rechazo de la extravagancia, Xi entra en sintonía con un clima de opinión que la crisis ha extendido por el mundo, y entre otras cosas tendrá como resultado un mayor respeto del patrimonio, un ámbito en el que el vigoroso desarrollo urbano de China ha tenido consecuencias devastadoras; en esta convergencia, es significativo que el autor del edificio más criticado por Xi haya protagonizado la Bienal de Venecia con una muestra que defiende los fundamentos de la arquitectura frente a los lenguajes variables de los arquitectos. Pero en la afirmación reiterada de los valores chinos hay un sustrato de nacionalismo que suscita inquietud, al producirse en un contexto geopolítico de tensiones entre las grandes potencias en el Pacífico y de expansionismo económico chino en África, América Latina y en la propia Europa. Desde esta península de Asia que al cabo es nuestro continente, la estética sosegada y patriótica de Xi merece contemplarse con tanta simpatía como recelo.
El presidente chino Xi ha censurado la arquitectura extravagante, poniendo como ejemplo la CCTV, y su posición afectará al futuro creativo del país.