El desastre geopolítico de Afganistán es también una tragedia cultural. Tras la caída de Kabul el 15 de agosto, las imágenes de afganos aferrándose a los aviones en marcha o apiñándose en sus bodegas pusieron la atención del mundo en la catástrofe humanitaria, porque esas multitudes en fuga transmitían sin palabras el pánico ante la barbarie talibán. El caos de la evacuación subraya la humillación de Estados Unidos y de la OTAN, un punto de inflexión histórico que marca el declive de Occidente y sus valores, del espíritu de la Ilustración a la democracia liberal, y hace visible la incapacidad de Washington para ejercer el liderazgo global: tras veinte años de ocupación, el régimen corrupto impuesto por los ejércitos extranjeros se ha derrumbado sin apenas oponer resistencia, y en el país se ha instalado una teocracia violenta que somete a las mujeres, niega todas las libertades y no exporta sino refugiados y heroína.
A los muyahidines armados por Estados Unidos en los años 80 para debilitar a la Unión Soviética se sumaron en los 90 los estudiantes de las madrasas pakistaníes, para llegar a gobernar entre 1996 y 2001 un territorio tribal disputado desde hace siglos por las grandes civilizaciones que lo rodean —rusos, persas e hindúes—, vinculado a China por la Ruta de la Seda, y que ha visto fracasar a varios imperios en su geografía abrupta. Los talibanes que ahora vuelven al poder son los que protegían a Bin Laden y Al Qaeda, y los mismos que volaron los Budas de Bamiyán, así que no es fácil creer en sus actuales promesas de moderación, asegurando que no darán refugio a terroristas y garantizarán el derecho a la educación y el trabajo de la mujer; pero también es cierto que son menos corruptos que el régimen precedente y que su plácida toma de las ciudades les otorga la legitimidad que ya han reconocido Moscú o Pekín.
Si el 11-S provocó la intervención estadounidense y el final del gobierno talibán, ese mismo año 2001 está marcado en Afganistán por otra fecha de infamia, el 2 de marzo que vio iniciarse la demolición de los Budas del valle de Bamiyán: las colosales estatuas, talladas en la roca de un acantilado hace 1.500 años, fueron destruidas al juzgarse ídolos contrarios al Corán, pese a haber sido respetadas por diferentes invasiones islámicas, y pese a los esfuerzos de persuasión de los países más próximos al régimen —Arabia Saudí, Emiratos y Pakistán—, que señalaron el valor para Egipto de los monumentos de culturas anteriores a la musulmana. Hoy, los nichos vacíos de los Budas hacen dudar del compromiso talibán en proteger «todas las reliquias y antigüedades», y de hecho ya se ha iniciado una campaña de limpieza cultural, decapitando estatuas y demoliendo construcciones islámicas contrarias a su ortodoxia.
En la última etapa, el conglomerado internacional que ha tutelado el país procuró invertir en el ámbito de la cultura, con éxito desigual. Alemania financió un proyecto de reconstrucción de los Budas, pero sin frutos tangibles; India exportó su experiencia democrática construyendo el nuevo parlamento, una obra de ecos kahnianos y deplorable detallado posmoderno, coronada por una monumental cúpula de bronce; y el Aga Khan Trust for Culture rehabilitó un centenar de edificios y conjuntos patrimoniales, entre los cuales la ciudad vieja de Kabul, la ciudadela de Herat o los jardines de la tumba de Babur, el fundador del imperio mogol: empeños todos sobre los que hoy se proyectan las sombras de una dictadura religiosa identitaria, ignorante de la pluralidad de culturas que ha transitado por este cruce de caminos milenario entre Oriente y Occidente, entre el subcontinente indio y las estepas del Asia Central.
Las multitudes que se aferraban a los aviones en despegue en Kabul y las que se hacinaban en las bodegas de los C-17 estadounidenses retratan elocuentemente la derrota trágica de Occidente en la guerra de Afganistán.