Opinión 

Arquitectura animal

Luis Fernández-Galiano 
31/07/2018


Amamos la arquitectura animal. Tanto las proezas constructoras de algunas especies como el diseño mecánico de los organismos han inspirado a los arquitectos, pero ninguno de esos rasgos ayuda a proyectar hogares animales. Las obras colectivas de los insectos sociales, de los laberínticos hormigueros domésticos que observábamos entre dos placas de vidrio o las grandes torres de las termitas a la perfección hexagonal de los paneles de abejas, sugerían formas distintas de ocupar el espacio; la habilidad tejedora de las arañas o la variedad infinita de los nidos de aves, lo mismo que los logros ingenieriles de los castores en sus presas, animaban a aprender de las construcciones primeras; y la exquisita organización estructural de los vertebrados, al igual que el refinado exoesqueleto articulado de los artrópodos, estimulaban la inventiva mecánica y formal. Ninguna de estas arquitecturas animales, sin embargo, es central en la arquitectura animalista.

Diseñar los recintos que albergan animales no humanos exige a la vez conciencia ecológica, conocimientos biológicos y empatía emocional. No sé si hace falta hablar a los caballos para construir una cuadra, pero sin duda nadie entiende mejor a las abejas que el apicultor que atiende a las colmenas, y nadie sabe tanto del rebaño como el pastor que encierra las ovejas en el aprisco. Nuestra larga relación con otras especies animales se inscribe inevitablemente en la posición que ocupamos en la cadena trófica, pero tanto la caza como la domesticación introducen facetas de intimidad que se superponen al aguafuerte imperativo de la vida: comer y no ser comido, sobrevivir, reproducirse. La que aquí se denomina arquitectura animalista —extendiendo la representación de los animales en el ‘arte animalista’— remite a las construcciones para especies distintas a la humana, pero no recoge aún las demandas del animalismo ético.

Los derechos de los animales, defendidos por filósofos como Peter Singer o José Ferrater Mora, abren una etapa en nuestra relación con ellos que se manifiesta ya en su exclusión de muchos espectáculos, en las normativas de alojamiento y transporte que evitan el hacinamiento y en los protocolos de sacrificio que persiguen hacerlo sin dolor. Si Sigfried Giedion comparó los mataderos industriales con los campos de exterminio, J.M. Coetzee piensa que la humanidad se haría vegetariana construyendo los mataderos de cristal, de manera que pudiéramos ver y oír el dolor de las criaturas. Hoy son muchos los convencidos de que los animales merecen la consideración fraternal que les otorgó el mínimo y dulce Francisco de Asís, que el antropocentrismo es una forma de racismo humano, y que los derechos no afectan sólo a los grandes simios: la generación que visitó con fascinación y asombro la Casa de fieras escucha estos días a Elizabeth Costello.


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