El lema acuñado por los turolenses vale para la región en su conjunto. Con la resignación propia de los países sin mar, Aragón se ha acostumbrado a la ignorancia exterior, y rara vez reclama la atención que merece. Sin embargo, ni la densidad estratificada de su historia ni su estratégica localización peninsular autorizan el desdén. Entre el Pirineo de Huesca y las serranías de Teruel, esta gran artesa regada por el Ebro ofrece algo más que ermitas románicas y torres mudéjares, palacios góticos e iglesias barrocas: suministra una ciudad populosa y un territorio despoblado a medio camino entre Madrid y Barcelona, Bilbao y Valencia. Con 20 millones de personas en un radio de 300 kilómetros, Zaragoza es el núcleo de condensación demográfica de esos dos grandes ejes, el que une las dos metrópolis españolas y el que enlaza el Cantábrico con el Mediterráneo siguiendo el valle del gran río ibérico; pero tan importante como esa capital pujante son los vacíos deshabitados que la creciente colonización del paisaje en una Europa densamente suburbanizada obliga a considerar como un valioso recurso.

Zaragoza, con la llegada largamente esperada del AVE y su elección como sede de la Exposición Internacional de 2008, es la protagonista forzosa de la actual hora de Aragón: tanto la alta velocidad ferroviaria que ya la conecta con Madrid —y pronto con Barcelona— como las ingentes inversiones en infraestructuras que exigirá esa gran muestra —con el agua como elemento central—, impulsarán decisivamente el crecimiento de una ciudad cuya prosperidad no ha ido siempre acompañada de una pareja exigencia cultural, y que ha suscitado en muchos de sus habitantes el sentimiento contradictorio reflejado por José Antonio Labordeta en sus Zarajota blues: «La amo, la odio, le tengo un cariño ancestral». La quinta ciudad de España, que en 1908 celebró el primer centenario del asedio napoleónico con una Exposición Hispano-Francesa, conmemorará el segundo abriéndose al río para promover el desarrollo sostenible bajo el logo ZH2O, y la ocasión debe servir para reconciliar la borraja y las migas con el talento peregrino que el cierzo y la falta de horizontes arrastró hacia otras tierras.

No cabe derramar lágrimas hipócritas por el Marcial de Roma, el Goya de Madrid o el Buñuel de México: el genio difícilmente se constriñe en el solar materno. Pero nuestro primer número dedicado a una región sin escuela de arquitectura permite recordar esa carencia, y subrayar hasta qué punto la ausencia de ese lugar de encuentro empobrece la arquitectura aragonesa, a la que se priva de un estímulo intelectual que no puede encomendarse sólo a los colegios o a las revistas. La mejor obra moderna de Aragón la construyó un ingeniero, y eso es algo que el ensimismamiento corporativo admite con dificultad: más allá del Rincón de Goya canonizado por Mercadal y la rutina historiográfica, la Casa del Barco que Juan José Gómez-Cordobés levantó en 1934 en el ensanche turolense —con sus barandillas atornilladas al hormigón náutico que eleva su castillo de popa sobre la panza de paquebote del muro de contención— extrae mejores lecciones estructurales y paisajísticas de las torres mudéjares que el localismo vernáculo o el cosmopolitismo formalista. Ese Aragón también existe.


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