Opinión 

Almas de Barcelona

Con el concurso de arquitectos foráneos y locales, Barcelona persigue el mestizaje de las culturas urbanas europea y americana.

Opinión 

Almas de Barcelona

Con el concurso de arquitectos foráneos y locales, Barcelona persigue el mestizaje de las culturas urbanas europea y americana.

Luis Fernández-Galiano 
24/06/1995


Barcelona era nuestra ciudad más europea. Si persevera, es posible que llegue a ser también la más americana. Mientras tanto, celebra sus dos almas inaugurando a la vez un museo muy europeo proyectado por un norteamericano y una marina muy americana construida por catalanes. El Museo de Arte Contemporáneo, un paquebote blanco y luminoso levantado por Richard Meier en el laberinto vetusto del barrio del Raval, se mostró a los barceloneses a finales de abril, y volverá a abrirse definitivamente —ya con la colección instalada— en el mes de noviembre. Por su parte, el conjunto comercial y recreativo del Port Vell comenzó a tomar forma con la apertura, el último septiembre, de la polémica y lírica pasarela diseñada por Helio Piñón y Albert Viaplana, que une la Rambla con el Moll d’Espanya; y sobre éste se levantan hoy ya unos multicines y un gran centro comercial —el ‘Maremágnum’— de los mismos arquitectos; un cine Imax, obra de Jordi Garcés y Enric Sòria; y un gigantesco acuario —el mayor de Europa— proyectado por Robert y Esteve Terradas, con cuya próxima inauguración veraniega se completará el conjunto de la marina.

Volúmenes nítidos, circulaciones legibles, ejecución cuidadosa y lenguaje corbuseriano: como estaba previsto, el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona es un Meier deslumbrante.

Operaciones simétricas

El museo de Meier es, ante todo, previsible. «Doy lo que se espera de mí», gusta decir el arquitecto, y eso es exactamente lo que los barceloneses y el alcalde Maragall —que encargó el proyecto hace ya diez años, en el curso de una cena neoyorquina— han obtenido; volúmenes nítidos, circulaciones legibles, ejecución cuidadosa y lenguaje corbuseriano: la claridad física y simbólica de un electrodoméstico de la serie blanca. Algunos críticos le han reprochado sus interiores deslumbrantes, la blancura hiriente de su piel esmaltada o su excesiva voluntad escultórica; pero eso es sin duda lo que Barcelona había comprado. Similar al Pompidou parisiense en su función urbana —que persigue rehabilitar un centro histórico a través de la influencia regeneradora de un gran centro cultural— el MACBA es también europeo en su idioma formal purista, homenaje a las vanguardias de los años veinte, que Meier aprendió en sus días de Cornell, de su profesor Colin Rowe (que precisamente ha recibido este año la Medalla de Oro del Instituto Británico de Arquitectos), y al que desde entonces ha permanecido testarudamente fiel. En realidad, a Meier habría que considerarlo europeo a estas alturas, puesto que, con la excepción de la acrópolis artística de la Fundación Getty en Los Ángeles, sus últimos edificios están todos en Europa.

Operación complementaria y simétrica en el otro extremo de la Rambla, el conjunto del Port Vell forma parte de una dinámica colonización de la franja litoral que sustituye funciones portuarias obsoletas por otros usos comerciales o de ocio, y que se ha descrito en la retórica política como el proceso de «abrir Barcelona al mar». En otros lugares del borde marítimo se ha encomendado a arquitectos norteamericanos el diseño de estas nuevas promociones comerciales, y de ahí las intervenciones de Bruce Graham, de SOM—autor de la torre del Hotel des Arts—, el californiano Frank Gehry —cuyo penoso pez se levanta a los pies del mismo hotel— o Henry Cobb, el socio de Pei cuyo Trade Center está todavía pendiente de completarse. Pero en el Moll d’Espaya han sido tres parejas catalanas —y especialmente la de Piñón y Viaplana, autores de la ordenación, la pasarela y varios edificios— los responsables de este nuevo y desconcertante fragmento de ciudad, norteamericano en su concepto, en su desenfadada volumetría y en su pragmatismo funcional, y europeo en el extremo vanguardismo y abstracción de su lenguaje.

Tal como hicieran en el Hotel Hilton, Piñón y Viaplana han transformado la convención en excepción, vistiendo el cuerpo obeso y vulgar del ocio comercial con un traje inesperado y elegante, acaso con la displicente atención del sastre obligado a cortar para patanes, y sin duda con una aguda conciencia de lo esquizofrénico del asunto. Así, si en la pasarela transformada en playa de madera el arbitrio primó sobre lo necesario, en el gran centro comercial y los paseos del muelle la depurada estética constructiva rescata la masiva trivialidad de los usos, aprovechando incluso los azares y pentimentos de la obra para revestir de diseño refinado una mercancía inevitable y abultada. De forma no muy distinta, Garcés y Sòria encierran su voluminoso cine espectacular y ferial en una caja pulcra y aristada, cuya geométrica blancura rehúye la figuración futurista usual en estos casos, e incluso el acuario de los Terradas se oculta tras hormigón escueto y opaco, rehusando también construir la esperable réplica vidriada de una nave submarina.

En el Port Vell, Piñón y Viaplana han vestido el cuerpo vulgar del ocio comercial con un traje elegante. En el mismo emplazamiento, Garcés y Soria han encerrado el cine Imax (abajo) en una caja pulcra y aristada .

Si el museo del Raval evita el historicismo gótico o el costumbrismo menestral, levantándose como una novia náutica y radiante entre el caserío degradado, el conjunto del PortVell huye también del pintoresquismo pescador o marinero, salpicando el muelle con su papiroflexia soltera, maquinal y leve. La alta cultura de museo de arte y librería, y la cultura popular de Imax y galería comercial, acaban suministrando, en los dos extremos de la Rambla, idéntico solaz dominical para flâneurs, turistas y familias, en un mestizaje feliz que terminará reuniendo a la novia con sus célibes.

Durante la reciente campaña electoral se ha discutido la naturaleza europea o americana del proyecto urbano barcelonés, presentando ambos modelos como excluyentes, y atribuyendo al norteamericano connotaciones negativas. Sin embargo, en un proceso de modernización es difícil delimitar con precisión esas fronteras continentales. En los albores de la democracia, España era tan fervorosamente europeísta como recelosa del amigo americano; hoy, diez años después del ingreso en la Unión, y en el umbral de una presidencia española, el entusiasmo por Europa se ha enfriado tanto como la desconfianza hacia Estados Unidos, lo que permite actitudes más ambiguas y matizadas.

A diferencia de Madrid, que importa lo americano sin digestión y con jactancia — un rascacielos póstumo y vulgar de Yamasaki, un hotel fallido de Eisenman, o dos torres inclinadas y azarosas de dos socios, Johnson y Burgee, en crisis terminal —, Barcelona, la forra de diseño y la utiliza obligándole a guardar las formas: incluso el muy español El Corte Inglés — que trajo a la Península, vía Cuba, como su hasta hace poco rival Galerías Preciados, la venta norteamericana por departamentos —ha debido vestirse de arte y ensayo para asomarse a la Plaza de Catalunya. Lo que en Madrid es crudo, violento y excesivo, deviene en Barcelona casual y sosegado, amortiguado por la cautela provinciana y el educado tradicionalismo de una ciudad que se respeta, y que ha entendido sin aspavientos que para ser muy europea hace falta probablemente también ser algo americana.

Ningún ejemplo mejor de esta insólita hibridación que la exposición que dedico el centro de cultura contemporánea barcelonesa al Dublín de Joyce, donde el itinerario del autor de Ulises y Finnegans Wake se reconstruía con el lenguaje amable y figurativo de las atracciones de Disneylandia. Sólo Barcelona podía atreverse a representar su particular Bloomsday en clave temática, interpretando la vanguardia más hermética a través del idioma más trivial. Pero éste es precisamente, vuelto del revés, el soporte metodológico de su actividad urbanística, donde lo habitual se engalana de vanguardia, fertilizando lo popular con lo intelectual, y cruzando la vida con el arte. Sí, en Barcelona la novia acabará encontrándose con sus solteros.[+]


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