El ratón está en apuros, pero saldrá adelante. Sobre el reino mágico de Disney se ciernen sombras amenazantes: la catástrofe económica del parque de atracciones europeo, los asesinatos de turistas en Florida, e incluso las acusaciones vertidas sobre Michael Jackson repercuten negativamente sobre la imagen del imperio mediático e inmobiliario. Sin embargo, la empresa que fundara Walter Elías Disney para producir dibujos animados es hoy una de las veinte que forman el índice Dow Jones de Wall Street, y posee medios sobrados para capear el temporal. No hay demasiados motivos para temer por la salud de una compañía que se ha convertido en la mayor patrocinadora de arquitectura de autor, y en el más característico exponente del urbanismo que viene.
Las cacerías de turistas extranjeros en el estado de Florida atenían directamente contra el corazón del coloso Disney, que tiene en Orlando su trinidad ferial: Disneyworld, el parque futurista EPCOT y el parque cinematográfico MGM Studios. Esa violencia juvenil y errabunda, más salvaje que los caimanes de las ciénagas, golpea el proyecto Disney en su medula programática, la construcción de un entorno absolutamente controlado y seguro, que les hace describir sus parques de atracciones como ≪ciudades de tamaño medio con índice de delincuencia cero≫. Ahora, entre el aeropuerto y los recintos protegidos del ocio se extiende un territorio surcado por predadores que se abaten sobre los vehículos de alquiler: las autopistas son territorio nativo, y los exploradores harán bien en prevenirse contra las emboscadas.
Por su parte, la tormenta desencadenada en tomo al cantante Michael Jackson, demandado por corrupción de menores ante un juez californiano mientras recorre el mundo con su Dangerous Tour, dispara las ventas de discos y la expectación ante los conciertos, pero contamina el rostro público de las empresas asociadas a la estrella del espectáculo: Sony, Pepsi y Disney. Para esta última puede ser aceptable la ambigüedad andrógina de un niño eterno que ha llamado su rancho ‘El País de Nunca Jamás’; a fin de cuentas, la infancia permanente es el negocio de Disney. La pederastia, sin embargo, sigue siendo la última frontera del escándalo en una sociedad que ayer condenaba el divorcio y hoy tolera la homosexualidad. Mickey ha sido siempre a clean mouse, un ratón limpio, y el enconado linchamiento mediático de Bad Michael ha abierto una grieta más profunda que la falla de San Andres entre el Disney de Anaheim y el Neverland del Valle de Santa Inés.
Los sobresaltos soleados de Florida y California, de todas maneras, son poca cosa comparados con los sinsabores lluviosos de Paris. Hace seis años, Chirac gano la puja con España por el Disney europeo: privilegios múltiples y varios miles de millones de francos prestados a un interés del 5% llevaron Eurodisney a Mame-la-Vallée. Tras una inversión final de 400.000 millones de pesetas, el parque de atracciones y los seis hoteles abrieron sus puertas en abril de 1992. Año y medio después, la empresa tiene un déficit de 50.000 millones de pesetas, el precio de las acciones se ha desplomado, se han producido cierres de hoteles y despidos de personal, se han aparcado los planes de expansión y, para colmo, los agricultores franceses bloquean periódicamente sus puertas para protestar contra el ≪terrorismo económico norteamericano≫ que a su juicio supone la negociación de la Ronda Uruguay del GATT.
En Europa, al circo Disney se le han acatarrado los ratones. El clima desapacible aleja a los visitantes durante buena parte del ano, y cuando estos acuden se dedican a sacar partido compulsivamente del precio de la entrada, fatigando sin pausa el mayor número posible de atracciones, y olvidando sus rectos deberes de consumidores de camisetas, muñecos y hamburguesas. La astenia consumista llego a ser tan dramática que los directivos de Disney, en un gesto de desesperación, autorizaron el consumo de alcohol en el parque —violando así uno de los tabúes más sagrados de la casa— con la esperanza de que el Beaujolais y la cerveza reanimarían algo el abúlico apetito de los visitantes y las desmayadas finanzas de la empresa. Pero ni, aun así; y si a todo ello se une la crisis del sector inmobiliario, en el que Disney basaba su estrategia, se comprende el actual escepticismo de los inversores ante las euroempresas: Eurotúnel y Eurodisney, las dos obras mayores de Europa han resultado ser sendos fracasos bursátiles.
Santuario y feria
Las dificultades financieras de Disney arrojan luz sobre la genuina naturaleza de los parques, auténticos macrocentros comerciales que sirven de núcleo y motor a extensas operaciones inmobiliarias. En ellos, la arquitectura de autor se pone al servicio de la seducción del consumidor turístico, y el talento urbanístico y paisajista se emplea para la promoción de nuevas ciudades que crecen en torno al castillo de Blancanieves como antaño lo hicieran alrededor de los templos o los mercados. Y es que ambas cosas —santuario y feria— se reúnen admirablemente en los recintos sonrientes e higiénicos de los parques de atracciones.
En los últimos años, muchos arquitectos de moda han pasado a figurar, junto al ratón Mickey, en la nómina de Walt Disney: arriba, el edificio de oficinas de Arata Isozaki en Disneyworld (Orlando, Florida); abajo, el conjunto de Frank Gehry en Eurodisney (a las afueras de París).
Disney está siendo para la arquitectura reciente lo que fue AEG en las primeras décadas del siglo y Olivetti en el periodo de entreguerras: un patrocinador empresarial del matrimonio entre industria y vanguardia, aunque la industria sea hoy la del espectáculo y la vanguardia mediática. La lista de arquitectos que han trabajado para el ratón es una cartelera de estrellas. En el casting de Florida figuraron Arata Isozaki, Michael Graves y Robert Stem, que levantaron en Orlando oficinas y hoteles; estos dos últimos han construido también en Eurodisney, lo mismo que Predock, Grumbach o Frank Gehry, autores allí de hoteles e instalaciones feriales. A los trabajos preliminares del parque francés fueron convocados Venturi, Tigerman, Hollein, Koolhaas, Tschumi, Nouvel y Portzamparc, así como Gwathmey & Siegel, Charles Mopre, Aldo Rossi y Arquitectónica, que finalmente obtuvieron encargos. Es difícil imaginar un reparto más saturado de glorias del papel couché, aunque, como se sabe, estas superproducciones no siempre acaban funcionando en taquilla.
Con ser importante, la promoción arquitectónica de Disney no es tan significativa como sus intervenciones urbanísticas, que no se limitan a los parques de atracciones propiamente dichos. En Eurodisney, por ejemplo, el parque ocupa solo 55 hectáreas de las 2.000 que forman el recinto, una extensión equivalente a la quinta parte de Paris. En él se han construido ya hoteles con un total de 5.200 habitaciones, un campo de golf, instalaciones recreativas y aparcamientos incontables, y la crisis inmobiliaria ha obligado a posponer un ambicioso programa de promociones que se extendía hasta el año 2017, y en el que figuran unos estudios cinematográficos, un parque temático asociado a ellos, un gigantesco palacio de congresos, 13.000 habitaciones hoteleras más, un parque acuático, otro campo de golf e interminables oficinas y viviendas al servicio del conjunto.
La vocación inmobiliaria de Disney, que se inició con la inauguración en 1955 del primer parque en California, fue acentuada por el actual presidente de la compañía, Michael Eisner, que a partir de 1985 desplazo su centro de gravedad a las promociones integradas de parques temáticos, centros turísticos y hoteles de convenciones, consiguiendo así quintuplicar la facturación. Como promotora, la empresa ha mostrado aquella insólita combinación de eficacia y persuasión que en su día movió a Ray Bradbury a proponer como alcalde de Los Angeles a Walt Disney. Sus paisajes urbanos se construyen con las técnicas cinematográficas del montaje y la elipsis, ensamblando secuencias narrativas que remiten a geografías fantásticas, arquitecturas históricas o ficciones futuristas, habitadas por figurantes amables y mantenidos en permanente estado de revista por un laberinto de túneles que ocultan al espectador el ajetreo de los tramoyistas.
Si la mecanización hizo la ciudad del siglo XIX y el automóvil la del XX, quizás sea el espectáculo la matriz en la que se está gestando la ciudad del próximo siglo. Disney ha sabido comercializar la nostalgia del pasado y la magia de la infancia, haciendo de los lugares producto de consumo, accesibles instantáneamente a través de un zapping que permite cambiar de ambientes como se cambia de canales televisivos, y creando recintos de coherencia temática en la cacofonía visual de la urbanización contemporánea.
En esos dominios públicos fabricados por la imaginación privada habita un futuro posible, ordenado y trivial. Las tribulaciones actuales del imperio Disney arrojan sombras episódicas: la oscuridad es pasajera, y quien sabe si un recurso de rodaje. La noche del ratón es una noche americana.