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El valor de la incoherencia

Sobre el arte impuro

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El valor de la incoherencia

Sobre el arte impuro

Ángel Martínez García-Posada 
31/12/2012


El valor de la literatura, como el de la vida, sería menor sin el recurso de la contradicción o de la paradoja. Don Quijote es la encarnación de una paradoja errante; el final del Canto a mí mismo de Whitman concluye así: «¿Me estoy contradiciendo? / Muy bien, me contradigo. / (Soy grande, contengo multitudes)». El canto a la contradicción no es sino la celebración de la complejidad humana, nuestra capacidad de ser una cosa y su contraria (la expresión análoga de nuestra fórmula narrativa «érase una vez» es en árabe kan ma kan, traducible como «era así, no era así»).

La arquitectura misma se levanta sobre cierta contradicción esencial, su aspiración a una eternidad imposible. En este libro el profesor Antón Capitel permite inferir que existe también otra incoherencia en la base de nuestro oficio. Tal es su complejidad, y tantos son los requisitos, que en el deseo de ordenar el mundo desde la respuesta única del proyecto arquitectónico, sólo podemos hacerlo recurriendo a la contradicción y a la paradoja.

Leído este ensayo esclarecedor con la mirada ya instruida por tanto en la identificación de la impureza, podríamos atrevernos a desvelar el mismo ardid en otras muestras, convencidos de que la coherencia absoluta no existe —no al menos en la integridad formal, estructural, constructiva, procesual y contextual que Capitel deconstruye—, aunque uno preferiría más bien deleitarse en admirar la gloria de ciertos logros. Por eso, además del rigor y la exigencia, es justo agradecer al autor que se concentre en el casi exclusivo análisis sintáctico —en la primera parte sintetizando periodos como el griego, el romano o el renacentista a través de ciertos proyectos ejemplares; en la segunda visitando desde esta perspectiva a Le Corbusier, Mies, Scharoun o Aalto— cuando eran tantas y tan sugerentes las tentaciones para otras dispersiones.

«A Robert Venturi. A la memoria de mi amigo Luis M. Mansilla.» Resulta elocuente y conmovedora esta doble dedicatoria, como lo es la lectura del hermoso prefacio cómplice que este firma junto a Emilio Tuñón, en reconocimiento al texto al que preceden y, por extensión, a la trayectoria docente y vital de Capitel, con frases que hoy suenan tristemente paradójicas: «Un corazón que sólo pertenece a la arquitectura.»

El libro se cierra con el lúcido acercamiento, temporal, geográfico y humano a Siza, Cabrero, Fernández Alba y Moneo. El autor sabrá si alguna vez debiera haberlo hecho precisamente con quienes aquí le presentan; el tiempo es a veces cruel en sus incoherencias. Uno sostiene que incluso podría haberlo intentado ya, o cuanto menos se entretiene pensando que Luis y Emilio escucharon un día en clase la deliciosa lección sobre el palacio trazado por Serlio en un terreno romboidal, y se emplearon en contradecir al maestro tratando de diseñar coherentes estructuras de rombos. Puede también que en esto, como en otras licencias —la simplificación que le lleva a destilar siglos en pocas páginas y la renuncia a la profundidad de los casos en favor de un muestrario más diverso— el autor persiga una coherente incoherencia en su obra. Acaso por esta misma lógica tampoco propone una conclusión, sino una celebración abierta de la problemática esencial del arte arquitectónico, ni ensaya tampoco un elogio de la impureza, sino una constatación pragmática de la incoherencia en arquitectura; en definitiva, una afortunada demostración de su naturaleza compleja y de su sublimación expresiva.


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