Todos padecemos grietas; Peter Eisenman las cultiva. De sus fracturas interiores, muchos sólo extraen ansiedad, confusión y parálisis; de su meticulosamente orquestada fragmentación íntima, Eisenman obtiene una obra hiperactiva y sedante, curiosamente conservadora y subversiva a la vez, y atravesada por una crispación plácida que dibuja un paisaje insólito y trivial. Hiperbólicamente formalistas en su actitud desdeñosa hacia las lógicas funcionales o tectónicas, sus proyectos son también intelectualmente estimulantes, y serían incluso medicinales si no estuvieran enfrascados en una permanente y fatigosa mudanza. La pertinaz y fútil persecución de lo nuevo otorga a estas construcciones craqueladas un rostro de humo, inaprehensible y vagaroso, seductor y frustrante en su apariencia móvil. Es difícil no sentirse atraído por las imágenes de Eisenman, y más difícil aún no concebir irritación ante su capricho cambiante, su arbitrariedad juguetona y sus explicaciones solemnes. Ante esta arquitectura desconcertante, que oscila entre el áspero hermetismo de la abstracción geométrica y la dulzura amable de los collages de colores pastel, algunos críticos —y muchos de sus colegas— sienten una mezcla inextricable de indignación y emoción, que les mueve a dar ostensiblemente la espalda mientras observan a hurtadillas. Entre la asfixia por inmersión y el coma por exceso de glucosa, el arquitecto somete a su público a una ducha escocesa que suscita tanta fascinación como ira…[+]