Cuando uno se arrellana en el sillón y abre ­—a veces no sin esfuerzo— una de las gruesas monografías que gustan de publicar los arquitectos, suele encontrar con dulce previsibilidad la gavilla de planos, croquis, fotografías y notas que el estudio ha ido elaborando en el largo proceso de ideación y construcción de sus edificios o que, en última instancia, ha generado con miras al volumen en cuestión. El editor acostumbra a ser un simple taxónomo que ordena o desordena, con mayor o menor tino, todo este material readymade que recibe de la oficina.

No es tan habitual, en cambio, que el editor, con la complicidad de los propios arquitectos, plantee que estos documentos no se manejen tanto como productos acabados cuanto como piezas de un juego de experimentación en el que la posproducción abra otras vías para formular discursos. Así lo quisieron los suizos Daniel Buchner y Andreas Bründler cuando instaron al diseñador y fotógrafo Ludovic Balland a reconsiderar la estructura de un segundo catálogo de sus obras; en el anterior, la preeminencia de las fotografías de edificios acabados les había dejado con ganas de explorar editorialmente la misma metodología desenvuelta y nunca predeterminada que siguen en su taller.

El resultado no ha evitado que aparezcan las usuales imágenes, los esperables dibujos o los textos de rigor; si bien unos reportajes del propio Balland se encargan de sazonar el contenido con otras narrativas visuales, a través de formatos de consoladora heterogeneidad que no encuentran más restricción que caber en página. Absortos en sus nebulosas sobreeexposiciones de maquetas que parecieran salir de la cámara oscura de Niépce, sus desangelados jardines como inmortalizados por Daguerre o sus retratos de vecinos tomados con la calidez de Nadar, en la comodidad de nuestra butaca nos rondarán sin duda las palabras del Oliver Wendell Holmes citado en la introducción: «Denme un puñado de negativos de algo que merezca la pena ver, es todo lo que necesito. Y del resto desháganse si quieren».