«El único joven de España soy yo». Con su habitual ironía, un Unamuno sexagenario trataba de incitar a la mocedad de los años veinte a comprometerse más con su tiempo, no tanto desde el ideario político como desde el ejercicio intelectual. Pese a esta boutade, el ‘fuerte vasco’ no fue ajeno a la efervescencia que se vivía entonces, porque los veinte en España fueron años de plomo, pero también de plata; de dictadura, pero también de modernización. Y, oponiéndose a los que miraban atrás con añoranza, entre automóviles, cine y foxtrot comenzó a despuntar una nueva generación satisfecha con su momento en la historia.

De este nuevo sentir quiso dar testimonio El Sol, un diario de inspiración orteguiana que en 1929 lanzó una extensa encuesta a los lectores más jóvenes para conocer su opinión sobre variadísimos temas, de política y educación a deporte o amor. De las 1.326 respuestas apenas se publicaron 36, suficientes no obstante para bosquejar un retrato coral optimista, hedónico y transgresor; ahora protagonista de la última obra de Juan Francisco Fuentes, quien no solo desempolva esta interesante historia demoscópica sino que se propone ir más allá y averiguar la identidad de los participantes así como su trayectoria posterior, en una suerte de ubi sunt historiográfico.

Profundizando en numerosos archivos, el catedrático complutense ha logrado dar con muchos de ellos, y con su prosa amena va recorriendo un laberinto de semblanzas que bien podría tener su Ariadna en la firmante de menor edad, ni más ni menos que Matilde Ucelay. Al escribir la carta, la primera arquitecta del país era solo una colegiala, pero con sorprendente lucidez cifró en sus palabras una fe en el progreso y una apertura de miras que dejaban claro a sus mayores que eran muchos los jóvenes españoles que —con el candor del que no sabe lo que está por venir— cantaban al unísono «el mañana… es mío».