En mandarín clásico no existía palabra para nombrar a un arquitecto. Los que construían eran artesanos, gente diestra pero poco instruida que no se mezclaba con eruditos y cortesanos. De ahí que en China el desempeño de la profesión como la entiende Occidente tardase en arraigar y comenzase con una descafeinada modernidad importada: arquitectos formados en el extranjero que retornaban para hacer edificios de acero u hormigón, pero rematándolos con tejados apagodados para no olvidar que trabajaban en casa.
Hasta el boom económico y la apertura al mundo consumada con los Juegos de Pekín y la Expo de Shanghái no se oficializaría una arquitectura plenamente moderna, si bien esta llegó de la mano de grandes estrellas internacionales que transmitieron a nuestro lado del mundo un panorama del país tan parcial como la de su rica gastronomía reducida a las tres delicias. Sin embargo, en las dos últimas décadas una reciente hornada de arquitectos chinos ha redefinido por completo la disciplina en pos de un equilibrio entre las raíces milenarias y la pulsión contemporánea.
Con muchos de ellos se ha cruzado Vladimir Belogolovsky en sus viajes al país del centro, y de estos contactos surge China Dialogues, analectas de sus charlas con veintiuno de los protagonistas de esta mudanza conceptual. Ninguno reniega de su educación occidental —tan solo nueve de ellos no han estudiado fuera—, pero todos coinciden en subrayar el papel de las escuelas e institutos de diseño locales, en gran medida responsables de avivar una sentida conciencia histórica.
De Wang Shu a Ma Yansong o Zhu Pei, toda una nueva generación se sienta frente al crítico de origen ucraniano para relatar cómo, ante el brutal crecimiento urbano o la uniformidad globalizadora, opta por la regeneración o la recuperación de materiales y técnicas tradicionales: una compartida y cultivada actitud que hace que la palabra ‘arquitecto’ hoy cobre en China pleno significado.