Poco ruido suele hacer Peter Zumthor. El suizo lleva más de medio siglo trabajando en su arquitectura grave y trascendente sin moverse apenas de las montañas de los Grisones, apremiando a cualquiera que desee citarse con él a peregrinar a su alejado refugio, lo que le ha merecido cierta veneración de santón ermitaño. No obstante, en el verano de 2017 el bloque prístino que levantó a orillas del lago de Constanza celebró su vigésimo aniversario, y la dirección de la Kunsthaus de Bregenz propuso reclamarlo como anfitrión del programa de acontecimientos conmemorativos de la efeméride.
El arquitecto accedió y organizó Dear to Me, un ciclo en el que «solo falta danza» y que cinco años más tarde —los tiempos del maestro son ajenos a la instantaneidad— ha cristalizado en la publicación de las diecisiete conversaciones que ocurrieron en paralelo a la abultada agenda de exposiciones, conferencias y veladas musicales. Lejos de comportarse como un Gatsby esquivo, en su propia fiesta Zumthor actuó más bien a la manera de su compatriota Madame de Staël: como un salonnier cordial que durante distintas jornadas reunió en la planta baja del museo, su particular castillo de Coppet, a diversos amigos con los que departir sobre lo humano y lo divino, prestándose incluso a que en determinados días el público pudiera interpelarle espontáneamente.
Como todo lo que procede de Zumthor, el volumen está envuelto en un aura tan exquisita como su precio, aunque esta vez un discreto estuche azabache contiene dieciocho cuadernillos —las conversaciones más una introducción— que extrañan por su encuadernación grapada un tanto ramplona. Pero quizá bien lo valgan estos diálogos en los que el arquitecto explora intereses y procesos junto a otros creadores y eruditos de primer orden: un redoble de timbal intelectual que sacudió temporalmente la calma en la que luego volvió a perderse el escurridizo suizo.