La pasmosa facilidad con la que un virus microscópico ha puesto de rodillas la economía mundial y nuestro estado de bienestar está haciendo que nos replanteemos nuestro modo de vida y que reconsideremos nuestras prioridades vitales. Da la impresión de ser menos un alto en el viaje y más un cambio de ciclo. Nuestra obstinada resistencia al avance tecnológico de la automatización puede quedar en entredicho, al hacer concesiones en nombre del sentido común. Las máquinas no se ponen enfermas y la gente sí. Menos gente y más apps. ¿Puede esta disrupción llevarnos en la dirección opuesta y pausar el desarrollo actual? La lucha contemporánea entre lo local y lo global es más aguda en estos tiempos. Pensar que nuestra economía capitalista transnacional no vaya a sobrevivir sería infantil. Aunque nada cambiará de un día para otro, ver delfines nadando en Venecia o contemplar el Himalaya desde la India son imágenes difíciles de olvidar.
El confinamiento trajo revelaciones interesantes. No nos habíamos dado cuenta de nuestra pérdida de cercanía. Pasar largas horas con nuestras familias nos llevó a poner en entredicho nuestros valores, concentrarnos en lo esencial, fortalecer vínculos familiares y crear un sentido de comunidad. Estaba emergiendo un nuevo sentimiento de autonomía. Las familias preparaban su propio pan, los diseñadores fabricaban máscaras protectoras desde su propia casa. Desde entonces, se está viviendo un renacimiento del do it yourself. Dar prioridad a lo local en detrimento de lo importado barato. Mirar en derredor y descubrir que nuestro hogar está lleno de cosas inútiles. No es sólo una reacción al confinamiento, sino un creciente malestar con la nueva revolución industrial ocurriendo de fondo, lo que podría catalizar una década de nuevos movimientos culturales similar a los fértiles años sesenta.
Nuestros ideales metropolitanos nos hacen defensores de la sociabilidad de la vida urbana, pero no podemos negar que la gente con un jardín ha disfrutado de una mejor calidad de vida. Nunca antes había sido tan evidente la relación entre salud y arquitectura. Las virtudes de la ciudad como el mejor lugar donde vivir y prosperar han sido oscurecidas por su percepción como lugares de peligro y contagio. Su densidad ya no es un atractivo sino una desventaja. El campo se convierte en el refugio seguro, donde desplazarse no implica meterse en un vagón saturado. Vivir alejado de los centros gentrificados ofrece comida barata, alojamiento asequible y mucho más espacio.
Lo que se encuentra en el corazón de nuestra voluntad de cambio es una redefinición del concepto de felicidad. Aquellas cosas que nos importaban antes parecen ahora inútiles. Tendemos hacia la desaparición del consumo superfluo. Gastarnos dinero en compras nos parece un sinsentido. Nos sorprende el placer al descubrir un libro antiguo en la estantería. Un sistema de valores no centrado en el consumo, sino en otros aspectos como la autenticidad, la autonomía, la simplicidad y el contacto con la naturaleza podría llevarnos a un nuevo estilo de vida.
En este punto, el mito de Arcadia —el paraíso terrenal idílico en una naturaleza virgen— nos viene a la mente como alternativa. Un paraje natural romantizado en el que cada generación ha proyectado sus aspiraciones de una existencia mejor, basada en unos valores superiores. Mudarse a este entorno rural hiperconectado no es una utopía, sino una necesidad, un lugar donde hacer mucho más con el dinero y donde llevar una vida más sana y plena.
La nueva Arcadia no es una naturaleza salvaje sin presencia tecnológica, sino un entorno sofisticadamente integrado en una aparente vida off-grid. Un lugar donde la conexión es una decisión voluntaria, no algo establecido por defecto.
Esta comunidad rural puede parecer aislada, pero está conectada a las redes de transporte y de cableado de fibra óptica. La nueva raza de pobladores rurales desafiaría la idea convencional de quien vive en el campo. Futuros asentamientos darían lugar a un nuevo modelo donde los medios de producción estarían vinculados a sectores creativos, proveedores de servicios o start-ups tecnológicas, no sólo agricultura y ganadería. El gran experimento del teletrabajo ha probado que nuestro ordenador puede estar en cualquier lugar del mundo, por lo que surgirá una nueva forma de trabajar. Como los showrooms sin existencias, las oficinas urbanas serán muestrarios corporativos sin empleados permanentes, con espacios de reunión donde los equipos se vean de manera periódica. La nueva oficina doméstica empieza a tomar forma.
Los exiliados voluntarios de la ciudad no rechazan la densidad, pero aborrecen la contaminación y los desorbitados precios de la vida urbana. Están hartos de comer carísimas manzanas insípidas y hace mucho tiempo que no ven el horizonte. Si nos encanta Central Park, ¿por qué no diseñar un distrito donde todas las viviendas miren a un pequeño bosque? Si apreciamos estar rodeados de gente interesante, ¿por qué no traerlos con nosotros? Para ir al estadio los domingos, se puede coger el tren y pasar el fin de semana en el centro. Acceder a la red de actividades culturales de la ciudad disfrutando del privilegio de vivir en la naturaleza. Un enclave posurbano donde el tráfico esté limitado a vehículos eléctricos y se pueda andar o montar en bicicleta. Criar a nuestros hijos en un lugar donde la primavera sea algo más memorable que el último estreno de Disney.
Nuestra alta conectividad da acceso a cualquier producto del globo. La tienda del pueblo se convierte en un depósito de catálogos online, un lugar de recogida. El ascenso de la telemedicina transformará las visitas al doctor, y la mitad de las consultas se harán por correo electrónico. Redes agrupadas de comunidades podrían alcanzar un nivel elevado de autonomía. Cultivos complementarios que otorgarían suficiencia alimentaria. Grupos de unidades residenciales de densidad media podrían compartir servicios básicos como escuelas y hospitales. Tecnologías más eficientes nos acercan más a la autonomía eléctrica. Si es posible escoger dónde vivir, ¿por qué deberíamos escoger un lugar insalubre?
La nueva Arcadia no tiene un emplazamiento específico. Lo encontramos en una comunidad de surfistas freelance en Bali y en un abandonado pueblo del sur de Europa que ha sido reconvertido, o en una idílica aldea en la campiña británica a dos horas de Heathrow. No está fundada en un idealismo inocente, sino en razones económicas prácticas y en nuestro instinto de supervivencia. Es resultado de un anhelo tanto como de una decisión desesperada. La materialización de un razonamiento o la búsqueda de la felicidad. Un rechazo a la globalización que no podría existir sin ella. Parar la locomotora nos puede dar la oportunidad de reconsiderar todas aquellas cosas que dábamos por sentadas. O quizás nada cambie y este periodo no brinde la oportunidad de apretar el botón de reinicio.
Ignacio Nieto de la Cal es el socio fundador y director de IN Architects.