Opinión  Sociología y economía 

El mundo tras la pandemia

Las tendencias de cambio se aceleran

Norman Foster 
30/09/2020


He leído muchos estudios que afirman que la pandemia conducirá hacia un cambio radical en nuestras vidas, que supondrá un antes y un después con independencia de si las vacunas puedan llegar a protegernos, como ya impidieron en el pasado la propagación de otras enfermedades igualmente contagiosas.

No estoy del todo de acuerdo. Considerados desde la perspectiva amplia de la historia, los principales efectos de la pandemia no han hecho sino acelerar tendencias que ya estaban en marcha, aunque es cierto que algunas de ellas pasaban tan desapercibidas al público general, que parecían el resultado revolucionario del coronavirus. Por otra parte, algunas de esas tendencias pueden intensificar sus efectos.

La historia de las ciudades y los edificios que las componen está indisolublemente ligada al patrón recurrente de la enfermedad y los problemas de salud pública. Hay innumerables ejemplos de ello.

El brote de cólera de la década de 1850 que diezmó la población de Londres condujo a la limpieza del Támesis, a la construcción del magnífico Victoria Enbankment y a la instalación de buena parte de la red actual de saneamiento que sigue disfrutando la ciudad. Los problemas de salud propiciaron también la construcción de zonas verdes como el Central Park en Nueva York y el Emerald Necklace de Boston. Las obsesiones del Movimiento Moderno con la luz, las terrazas exteriores, el color blanco y la naturaleza fueron, en parte, una respuesta al flagelo de la tuberculosis. El Great Smog —la Gran Niebla— de Londres en 1952 se cobró doce mil vidas en cinco días y llevó a la ‘Ley de Aire Limpio’ de 1956 y, con ella, a la sustitución de los sistemas de combustión de carbón por otros de gas. He enumerado estos ejemplos como una serie de ‘causas y efectos’, pero las ‘causas’ se olvidaron hace ya mucho tiempo porque todas las transformaciones que he señalado habrían sucedido de todos modos sin la emergencia sanitaria, aunque habrían tardado más tiempo en hacerlo. Si nos atrevemos a intentar leer el futuro en una bola de cristal, la pregunta sería: ¿qué cabe esperar tras la pandemia?

Algunos sugieren que la ciudad densa perderá su poder de atracción social. No creo que eso ocurra por varias razones, pero sobre todo porque el futuro de la humanidad no depende exclusivamente del distanciamiento a dos metros entre las personas, y porque, como evidencian las estadísticas, algunas de las urbes más densas como Tokio, Singapur y Seúl han sabido contener la enfermedad mientras que otras áreas más suburbanas, en especial el suroeste de los Estados Unidos, han sufrido mucho más.

Los impulsos para embellecer y hacer más saludable la ciudad densa ya se habían manifestado antes de la pandemia. La actitud cambiante hacia la propiedad inmobiliaria por parte de los jóvenes, la proliferación de medios de transporte compartidos a través de dispositivos digitales, la electrificación y la robotización de vehículos, la transformación de la movilidad aérea y la demanda de un transporte público más espacioso y cómodo, son todos factores que contribuyen a volver innecesaria buena parte de nuestra infraestructura de transporte actual, sobre todo las carreteras y los aparcamientos.

A esto debe añadirse el cambio potencial desde la agricultura tradicional a la agricultura urbana, que supondría la mejora del rendimiento de unos cultivos que usarían mucha menos agua, eliminarían el transporte y producirían alimentos más frescos y sabrosos a menor coste. En este sentido, los aparcamientos de varias plantas podría hacer las veces de granjas urbanas ideales: sólo necesitarían mercados anejos.

Merced a todos estos factores convergentes y a la creciente popularidad de las bicicletas eléctricas y otras formas más saludables de movilidad personal aún por inventar, así como a la capacidad de controlar el microclima de los espacios al aire libre —enfriándolos en verano y calentándolos en invierno—, las ciudades podrían volverse más verdes, tranquilas, limpias y cada vez más deseables como lugares para vivir, trabajar y jugar.

El coronavirus nos ha enseñado a sacar el máximo partido a la infraestructura digital del mundo laboral mediante reuniones por Zoom que son capaces de acercarnos a personas de todos los continentes. Esto puede cambiar nuestro modo de viajar y, tal vez, podría dar pie a la evolución hacia ‘terceros espacios’ de trabajo y ocio dispuestos en el campo o en Starbucks digitales situados en el corazón de las ciudades. Pese a estos cambios, el contacto cara a cara será más valorado y buscado. Las sedes centrales de las empresas se plantearán, sobre todo, teniendo en cuenta los estilos de vida y la creatividad a través de horarios de trabajo más flexibles y escalonados; una tendencia que ya habían impulsado antes de la pandemia las empresas más avanzadas y sensibles, en las que los límites entre el trabajo, la socialización y el ocio ya se estaban desdibujando.

Como ya se ha señalado, la concienciación creciente sobre la salud exigirá sistemas de ventilación más naturales, aire fresco, luz y contacto con la naturaleza. Lo que hemos venido defendiendo unos pocos podría dejar de ser vanguardia para pasar a ser un rasgo de la nueva normalidad. Los viejos sistemas centralizados que dependían de filtros dudosos y de la recirculación del aire viciado ya no serán aceptables.

Si los sistemas centralizados de los edificios tienden a ser reemplazados por un control más autónomo del entorno de los individuos, lo mismo podría pasar en el contexto de la infraestructura urbana. El año pasado, en California, el envejecimiento de las líneas eléctricas y el hecho de que el proveedor estuviera en quiebra dejaron sin suministro a dos millones y medio de personas, muchas de las cuales intentaron hacerse con generadores domésticos. Fuentes de energía más pequeñas y compactas o mejoras en el almacenamiento de las baterías podrían eliminar la dependencia de las megacentrales y sus redes asociadas. El mismo patrón de búsqueda de la autonomía tendría sentido en el uso de los residuos para generar energía.

La tendencia a la autonomía también podría poner en tela de juicio la centralización de las redes globales y las cadenas de suministro. Sólo por referirnos a dos extremos opuestos, el de la necesidad y el del lujo, ¿tiene sentido que un país continúe dominando la producción de medicamentos en tanto que otro hace lo propio con el cultivo y la distribución de flores? La globalización ha aumentado el nivel de vida en todo el mundo, pero al mismo tiempo ha diezmado a las comunidades locales y ha creado ‘cinturones de óxido’ (rust belts) en lo que antaño fueron prósperas sociedades industrializadas. Del mismo modo en que ha puesto en cuestión la pertinencia de las grandes redes eléctricas, ¿propiciará la covid-19 que los países o incluso las regiones sean más autosuficientes? ¿Será capaz de frenar el impulso de reducir cada vez más el número de proveedores y hacerlos cada más grandes, como pasa con la fabricación de automóviles y aviones, con las aerolíneas o incluso con las empresas de contabilidad? ¿O, por el contrario, la covid-19 reforzará este modelo, en la medida en que las empresas muy grandes son las únicas con el capital suficiente para sobrevivir? Desde el punto de vista político, ¿llevará esta crisis a abordar colectivamente los grandes problemas del cambio climático y el desafío de las vacunas, o dará pie a una fragmentación mayor y a que ‘cada palo aguante su vela’?

La esperanza es que el ‘yo, yo, yo’ deje paso al ‘nosotros, nosotros, nosotros’. En definitiva, lo ideal sería la acción global en relación con los grandes problemas ambientales y de salud, y la acción local en lo que toca a la producción, el cultivo y la generación energética de nuestras sociedades conectadas. En otras palabras: el mejor equilibrio entre ambos mundos. 


Etiquetas incluidas: