Un planeta urbanizado
La globalización de la arquitectura y sus frutos dulces o amargos alcanzan ya el mundo entero, como muestra la serie editada por la Fundación BBVA.
Las arquitecturas inmóviles se mueven mucho. Nada parece tan estático como las construcciones, sólidamente enraizadas en un lugar del planeta, y sin embargo nada se desplaza con tanta agilidad como las personas y las ideas que les dan forma. Desde las culturas megalíticas hasta el mundo contemporáneo, pasando por la eficaz reiteración de las obras romanas, el fértil tráfico de los constructores medievales o la oceánica difusión del lenguaje clásico, la arquitectura ha desbordado siempre su condición local para derramar su influencia alrededor. La globalización de la arquitectura no es un fenómeno reciente, por más que durante las últimas décadas hayamos asistido a una aceleración de este proceso, multiplicándose la dispersión geográfica del trabajo de las grandes oficinas, que han colonizado los cinco continentes con iconos diseñados a muchos husos horarios de distancia.
En contraste, buena parte de la humanidad se aloja en construcciones espontáneas, levantadas con más ingenio que recursos, y sin otra guía que la estética de la escasez y la ética de la necesidad. Pero estos dos rasgos otorgan también una dimensión global a esos asentamientos informales, que usan materiales locales y geometrías elementales para establecer patrones compartidos en favelas latinoamericanas, bidonvilles africanas o shanty towns asiáticas. Al cabo, lo que tenemos en común resulta ser más importante que las características diferenciales de unos u otros, y este planeta crecientemente urbanizado se enfrenta a desafíos constructivos o arquitectónicos donde las demandas genéricas priman sobre los requisitos específicos. La ciudad informal es también global, y la fertilización cruzada de sus experiencias se beneficia de la movilidad de arquitectos o cooperantes, auténticos agentes polinizadores de un centón de procesos.
Tanto los grandes encargos emblemáticos como las más silenciosas regeneraciones urbanas participan en una conversación cultural y técnica que trasciende las fronteras, y de esos diálogos dispersos surgen las ideas que transforman territorios y paisajes, metamorfoseando las ciudades que enmarcan la vida colectiva y penetrando capilarmente en los reductos resistentes de la intimidad. En esas nuevas cartografías intelectuales y emotivas se hibridan las tendencias globales con las realidades locales, y la tensión fértil entre ambas es la más eficaz partera de las arquitecturas mejores.
Si el cine nos recuerda a menudo que, además del omnipresente Hollywood, existen un Bollywood en la India y un Nollywood en Nigeria que han llegado a consolidarse como formidables industrias, en el ámbito de la arquitectura debe igualmente subrayarse que ésta no se agota con los edificios icónicos, con las obras de autor o ni siquiera con las construcciones firmadas por profesionales. Existe un vasto océano de arquitectura sin arquitectos que se extiende desde los entornos vernáculos y tradicionales hasta los tapices informales o espontáneos, y en todos ellos existe una poderosa lógica material, funcional y climática que puede servir de estímulo y ejemplo para muchas obras emblemáticas y para no pocos autores de referencia.
En 2012 se completaron los cuatro volúmenes de Atlas. Arquitecturas del siglo XXI, que desarrollan la obra original de 2007.
Las arquitecturas del planeta que recogen los volúmenes del Atlas editado por la Fundación BBVA aspiran a dar testimonio de nuestro tiempo, pero también a dar cuenta de los debates y conflictos de la propia disciplina, que se enfrenta a un mundo en mutación con herramientas y actitudes envejecidas, sometidas a la obsolescencia acelerada que provoca la rapidez vertiginosa de los cambios. El último capítulo del último volumen se dedica a las arquitecturas ibéricas, que han pasado en pocos años del éxtasis del reconocimiento internacional a la agonía de una crisis sin fondo que ha devastado el tejido profesional y centrifugado el talento fuera del perímetro de nuestra península pentagonal: es una variante dolorosa de la globalización, pero también un acicate para pensar de otra manera.
España exporta arquitectos más bien que arquitecturas, y las que hace veinte años fueron descritas aquí como las obras de la social-opulencia han mostrado ser plantas de invernadero, exquisitas en su ambiente protegido y poco capaces de sobrevivir a la intemperie cuando el tiempo se torna inhóspito. El prestigio y la popularidad mediática obtenidos durante los años de bonanza no han sido suficientes para impulsar un proceso de internacionalización que exige también fortaleza empresarial e instituciones sólidas. Como en tantas otras esferas de la vida española, los arquitectos debemos aprender a dar más por menos para robustecer nuestra capacidad de servicio, y poner un énfasis acrecentado en lo común, porque sólo dando prioridad a lo que compartimos podemos reforzar nuestros vínculos comunitarios. El país ha transitado del resplandor al rescate, y sus arquitecturas inmóviles han dado testimonio de esa mudanza poniéndose en movimiento: desplazándose hacia fuera con la fuga de las gentes y derrumbándose hacia dentro con el colapso de las oficinas. Pero el mundo ancho y ajeno que documentan las palabras y las imágenes del Atlas espera en el umbral.