Todos los premios son cartográficos: distinguen a individuos, pero al tiempo ayudan a representar un territorio. Junto a las publicaciones, exposiciones y concursos, los galardones de arquitectura colocan mojones en el paisaje abigarrado de lo contemporáneo, y esos hitos singulares facilitan el reconocimiento de un panorama plural. Estacas de agrimensor o miras de topógrafo, los premios delimitan la parcela del debate cultural, y, como delgados postes que emergen de la nieve, permiten al cabo del tiempo adivinar el trazado de los caminos por los que ha circulado el pensamiento. La multiplicación de los premios multiplica los mapas y, por más que cada cartografía privilegie un aspecto distintivo, llega un momento en el que la superposición de las cartas antes confunde que orienta al navegante.
En el ámbito de la arquitectura, las dos últimas décadas han visto emerger una pléyade de premios, que se han sumado a distinciones añejas como las medallas concedidas por los arquitectos norteamericanos y británicos, o la medalla Aalto de los finlandeses. Tras la creación del norteamericano Pritzker en 1979, los años ochenta vieron la puesta en marcha del premio Aga Khan para los países musulmanes, la medalla de la UIA, el europeo premio Mies y el japonés Praemium Imperiale, hasta llegar en 1992 al lanzamiento del danés Carlsberg, el más tardío y también el mejor dotado de los grandes premios de la disciplina. Si a todo esto se añade el chisporroteo de las distinciones varias — Wolf, Gish, Brunner, América, Erasmus, Tessenow, Seed, Feltrinelli, Príncipe de Asturias— , amén de los honores académicos, doctorados honoris causa y galardones de las bienales, festivales y ferias, el resultado es una cacofonía de oropeles que desdibuja cualquier esfuerzo cartográfico.
Quizá por ello es útil que alguno de los premios acabe convirtiéndose — como el Nobel en otros campos de la creación y el conocimiento— en el instrumento esencial de referencia crítica: baremo de valor y termómetro del gusto, pero también mapa de carreteras que facilita circular por el territorio de la arquitectura reciente. Por muchos motivos, el premio Pritzker ocupa hoy una posición de privilegio en la parrilla de salida hacia esa consolidación canónica. Los despistes ocasionales de su jurado, así como las ausencias notorias de su palmarés — de Sert a Utzon, y de Candela a Van Eyck, por no hablar de los Nouvel, Eisenman, Koolhaas o Herzog & de Meuron— no alteran el hecho palmario de que su bosquejo del panorama reciente es el más completo y verosímil. Esta condición de referencia obliga a someter sus decisiones a un escrutinio exigente, y eso es lo que Martin Filler ha llevado a cabo con ocasión de su vigésimo aniversario. Es posible que la actual proliferación de distinciones no sea sino una efímera floración de fuegos de artificio que, tras celebrar el esplendor provisional de la arquitectura, acaben desvaneciéndose en la noche; pero mientras tanto debemos procurar que sus luces alumbren el paisaje y señalen el camino.