Opinión 

Pastoral brasileña

Luis Fernández-Galiano 
30/06/2007


Oscar Niemeyer es un maestro de inocencia. Más allá de la geometría elemental y la gramática cubista que aprende de Le Corbusier, más allá de las formas curvas y la libertad lírica que provienen del surrealismo o el dadá, y más allá del futurismo naïf y la estética aerodinámica que utiliza el optimismo de los cincuenta, este creador tropical construye con la ignorancia sabia de quien pone la ley del deseo por encima de la ley de la gravedad. Dejando en manos de los ingenieros la estabilidad de sus cáscaras alabeadas y sus rampas vertiginosas, el arquitecto de Río de Janeiro combina el espacio acelerado de los itinerarios centrífugos con la solemnidad sonriente de los pórticos livianos para alumbrar casi sin esfuerzo los símbolos monumentales de una nación joven. Sensuales y dinámicos, sus volúmenes escultóricos dibujan con caligrafía impecable un edén preurbano que subordina las trazas al jardín, proponiendo paraísos pastorales para un Adán sin culpa.

Antropófaga acaso en su alimentación primitiva de humanidad doliente, y ciertamente lotófaga en su amnesia radiante de día recién hecho, la trayectoria alegre de este comunista irredento resulta al cabo nutricia y deslumbrante, esencial como la naturaleza campesina y espectacular como una tormenta de teatro. Un siglo antes de nacer Niemeyer, Beethoven estrenó a la vez dos sinfonías compuestas simultáneamente, la Quinta ‘del Destino’ y la Sexta ‘Pastoral’, en un concierto tan excesivo y oceánico como la obra de un arquitecto que reúne el latido heroico con el rumor bucólico para componer sinfonías construidas donde la expresión de los sentimientos es más importante que la orquestación de las funciones. Y en esta victoria de la emoción sobre la utilidad reside al fin la inocencia última de un autor titánico que ha conseguido la proeza biológica de celebrar su propio centenario, habiendo visto desvanecerse en niebla y humo el coro de sus críticos.

Arrebatado, como los héroes supervivientes de Philip Roth, por las urgencias tenaces de la carne, y mecido en su etapa final por la memoria de un centón de epitalamios, el arquitecto manifiesta las huellas de la fatiga de combate y se sabe sin remedio animal moribundo. Cuando, hace más de veinte años, esta revista se sumó con sendas monografías a los centenarios de Mies van der Rohe y Le Corbusier, ambos habitaban confortablemente el terreno acolchado de la historia. En esta ocasión —con la ayuda de Roberto Segre, que preparó el guión e impulsó el trabajo desde Río—, el homenaje al maestro brasileño se produce en vida, una circunstancia tan feliz como inevitablemente embarazosa para los que juzgan sus últimos proyectos menos intensos que los conjuntos canónicos donde Oscar Niemeyer sigue añadiendo piezas impetuosas y polémicas. Pero la cupiditas aedificandi es tan vigorosa como el apetito voluptuoso del cuerpo que desea. Exit ghost.


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