Brasil construye, pero la cantidad es todavía superior a la calidad. Casi siete décadas después de ‘Brazil Builds’, la mítica exposición del MoMA neoyorquino que en 1943 descubrió al mundo una modernidad tropical, el país prepara dos grandes eventos deportivos que darán testimonio de su auge económico y, previsiblemente, también de su dinamismo arquitectónico y cultural. Dentro de dos años, el Mundial de Fútbol se jugará en doce ciudades brasileñas, y tanto la eficacia de la organización como la arquitectura de los estadios procurarán transmitir a visitantes y telespectadores los logros del país; dentro de cuatro, la celebración de los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro someterá a examen la capacidad de regeneración urbana de una de las ciudades más hermosas del planeta, pero también una de las más conflictivas. Con su apuesta brasileña, la FIFA primero y el COI después han decidido homenajear al país, y al tiempo ponerlo a prueba.
La historia de éxito alumbrada por Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff ha hecho de Brasil «el país de moda», descrito rutinariamente en los dominicales ilustrados con las palabras ‘energía’, ‘vitalidad’ y ‘optimismo’. Esos rasgos, sin duda, colorean este momento de fulgor, pero sólo el buen gobierno ha podido poner en valor el formidable potencial geográfico y humano de una nación que ocupa el quinto lugar del mundo en extensión y en demografía, y que hoy es ya una de las veinte economías más grandes del globo, y el indiscutido líder de la región sudamericana. La solidez institucional y el acierto político de sus gobernantes han sido al cabo los soportes robustos de un ímpetu que, manifiesto sobre todo en el terreno cuantitativo, debería orientarse cada vez más hacia la erosión de las desigualdades sociales, la promoción de la calidad de vida y el fomento de la producción científica y cultural.
Es aquí donde la arquitectura y el urbanismo entran en el relato, porque el formidable crecimiento de las ciudades y la riqueza no ha provocado aún la explosión creativa que cabría esperar. Si seguimos dando vueltas a la ajada oposición entre la arquitectura carioca y la paulista se debe sólo a que el florecimiento de una nueva generación no ha dado frutos comparables a los de sus mayores, sean los aglutinados por Lucio Costa y Niemeyer en Río, sean los liderados por Vilanova Artigas y Mendes da Rocha en São Paulo; apenas alguna obra de veteranos como Lelé o Marcos Acayaba, o de los más jóvenes MK27 o BCMF, difumina con su exactitud constructiva la nostalgia por la emoción lírica de Burle Marx o Lina Bo Bardi. Pero el conjunto de obras aquí recogidas son a la vez un retrato pixelado del Brasil de esta hora y una propuesta de núcleo de condensación para que en torno suyo cristalice la masa crítica de excelencia que el país merece.