Naturalezas negras

Luis Fernández-Galiano 
01/01/2015


Cualquier descripción del trabajo luminoso y oscuro de RCR debe recurrir al oxímoron. Da igual que se mencionen paisajes aristados, gravedad liviana o —como se presentó aquí su obra hace un lustro— romanticismo riguroso: los términos antitéticos expresan la tensión entre una materialidad de dureza violenta y un lirismo de emoción palpitante; entre una radicalidad formal sin concesiones y una sensibilidad que se abre a la naturaleza sin reticencias; entre una solidez pesada de hormigón o acero y una levedad frágil de vidrio o sombra que disuelve el edificio en atmósferas y reflejos. Táctiles e inmateriales, sus obras pertenecen a la tierra y la trascienden, son a la vez telúricas y translúcidas, severas y amables, hogueras heladas que calientan y calcinan, dejando un residuo de gema en su tiniebla resplandeciente, exquisitamente tallada y cubierta por una pátina de herrumbre que amalgama manufactura y meteoro.

La resonancia de la luz negra de su materia monocroma con el outrenoir de Pierre Soulages en el museo de Rodez anima a establecer filiaciones artísticas que vinculan su obra con el informalismo, la abstracción lírica o el expresionismo abstracto. Sin embargo, estos vínculos formales o cromáticos resultan al cabo superficiales, porque muchos de estos movimientos obtenían su impulso de un pesimismo lúcido y existencial, mientras la obra de RCR se alimenta del placer alegre y sosegado que se fermenta en el refugio plácido de su estudio en Olot, un paraíso exacto de gravitas poética y empatía con el entorno. Los muros tatuados de Tàpies, las arpilleras desgarradas de Millares o las tablas quemadas de Lucio Muñoz expresan con texturas pardas de tierra y brochazos negros de noche la desesperación de un tiempo de plomo, pero las oscuridades de los arquitectos catalanes son siempre luminosas.

Si existe una conexión fértil entre aquellas pinturas y estas arquitecturas, probablemente haya que buscarla en la dimensión expresiva del gesto, que desde luego hermana las acuarelas taquigráficas de RCR con las caligrafías orientales, pero también establece nexos con la materia espacial y corporal del action painting, de manera que no sería totalmente disparatado calificar éstas como action architectures, movimientos quietos que detienen el tiempo con la mano inmóvil, dejando que el agua y el color se deslicen del pincel al papel poroso como el óxido o el musgo colonizan las superficies con rigor azaroso. Y de ese gesto caligráfico y pictórico surgen unos volúmenes escultóricos que inevitablemente evocan la solidez sombría de Richard Serra y la ligereza desocupada de Jorge Oteiza, figuras tutelares de una arquitectura oximorónica, a la vez naturaleza y artificio, resplandor y tiniebla.   

Luis Fernández-Galiano


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