Antes que un paisaje, Castilla es una idea. Realidad geográfica e histórica, pero también construcción mental, la vasta extensión de las tierras del Duero ha excavado un nicho simbólico en la imaginación colectiva. Introvertida y expansiva, esa identidad mística y guerrera que levantó conventos y castillos fue fagocitada por la España eterna, enfrentando al monje-soldado con el partidario de cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid. Sin embargo, el esplendor medieval de las catedrales se entreveró durante siglos con la prosperidad del trigo y de la lana para fabricar un territorio patrimonial y agropecuario, donde los hombres del 98 hallarían inspiración para su credo regeneracionista. Hoy Castilla y León se afana, como otras regiones interiores europeas, por integrarse en nuevos espacios económicos definidos por las infraestructuras y las leyes agrícolas de Bruselas, más allá de la demografía indecisa y el clima riguroso que configuró el espíritu del páramo, por tomar prestado un título del leonés Luis Mateo Díez.

La hora actual de la región no depende de Madrid, por más que casi toda ella esté sometida a su campo gravitatorio; y no depende tampoco de la presencia en la Moncloa de castellanos, lo mismo que el protagonismo de Andalucía en los ochenta sólo en parte tenía relación con la filiación sevillana del grupo dirigente: sería demasiado obvio asociar el AVE de Sevilla a las mayorías absolutas del PSOE, el de Barcelona a los gobiernos de coalición con CiU y el de Valladolid a la mayoría actual del PP. Si Castilla y León tiene hoy un futuro posible, está en sus propios recursos físicos y culturales, lo que la Unión Europea llama potencial endógeno, y que otra región sin mar, Aragón, ha resumido en el lema fuerza interior. Esta capacidad del territorio, que engloba desde su riqueza patrimonial y su calidad ambiental hasta su capital humano y el propio idioma al que ha dado nombre, hacen de estas tierras de vino y pan una reserva material y espiritual capaz de transitar sin tropiezos del mundo agrario al postindustrial.

Pero esta meseta son mil mesetas, y la misma región que posee la mayor cabaña bovina del país alberga la segunda empresa exportadora española, trazando un paisaje plural que marca distancias: entre Valladolid y Zamora hay un trecho que no se mide en kilómetros, y el que las dos ciudades extremas en la jerarquía del bienestar compartan recientes arquitecturas de calidad informa sólo de la energía invertida en corregir desequilibrios. En ese esfuerzo generoso Castilla y León usa su propio vivero de arquitectos, pero no tiene fronteras para el talento de otros, y muchos profesionales del resto de la Península construyen en este territorio perseverante y austero, de Burgos a León, y de Ávila o Segovia hasta Palencia. Es propio de gentes que se saben habitantes de la Valladolid de Delibes o la Zamora de García Calvo, pero también de la Salamanca del vasco Unamuno o la Soria del andaluz Machado. No es otra la idea de este paisaje.


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