Cementerio del Bosque en Estocolmo, de Erik Gunnar Asplund. Foto: Michael Cavén

La erosión de las ceremonias y las arquitecturas funerarias suscitó un artículo en El País, publicado el Día de Difuntos de 1991, donde se evocaba la solemnidad trágica o melancólica de algunos cementerios ejemplares, se deploraba la trivialización contemporánea de la muerte, y se recordaba que «antes de ser monos gramáticos fuimos monos sepultureros».

En estos tiempos, estar muerto no es normal. Como ha señalado Baudrillard, la muerte es hoy una forma de delincuencia, una desviación, una anomalía impensable. Solo la muerte violenta del espectáculo o el acontecimiento mediático tiene legitimidad simbólica: la muerte cotidiana es vergonzante. Ocultamos a los muertos como ocultamos a los enfermos y a los viejos; juzgamos el duelo como una patología que puede curarse, reducimos los rituales funerarios a caricaturas abreviadas y degradamos la arquitectura de la muerte hasta extremos desconocidos en nuestra cultura.

Para muchos españoles que han sufrido los lutos violentos del país profundo, esta muerte trivial es bienvenida. La reciente exposición de Valdés Leal, con los lienzos tremendos de la Caridad sevillana, nos ha refrescado la memoria sobre esa veta brava de la vanitas barroca que el cliente del pintor, Miguel de Mañara, describiera como «polvo y cenizas, corrupción y gusanos, sepulcro y olvido». Los ecos de esa España de drama y de tiniebla resuenan en la infancia de muchos adultos, pero apenas se escuchan hoy, y pocos lo lamentan. Berlanga representó un cortejo fúnebre en la forma ominosa de una araña negra; la prosperidad y la secularización han disuelto esa imagen inquietante, y nadie ha derramado una lágrima por la araña funeral.

La higiene escatológica que ha blanqueado nuestras postrimerías corre el riesgo, sin embargo, de excederse en su celo de limpieza, borrando las huellas de la muerte para presentar un tránsito maquillado y ligero. Esa actitud liviana corresponde, desde luego, a la que se observa en otros ámbitos del mundo contemporáneo, y la erosión de las ceremonias y los lugares de la muerte no es diferente a la que sufren las formas y espacios de la vida. Pero ese desvanecimiento produce una inquietud peculiar; a fin de cuentas, somos el único animal que posee ritos funerarios, y antes de ser monos gramáticos fuimos monos sepultureros.

El deterioro de la muerte se manifiesta en la burocracia terminal hospitalaria, las ceremonias rutinarias y taquigráficas, los entierros vertiginosos y confusos, el laconismo de las lápidas, las esquelas o los pésames, la banalidad inculta de las arquitecturas, la degradación física y simbólica de los cementerios. Tanto el espacio como el tiempo de la muerte se desgastan y se menosprecian. La buena muerte no es ya la muerte anunciada, que permite despedirse de los deudos y dejar resueltos los asuntos terrenos; la buena muerte es la muerte inesperada e indolora: la muerte rápida, en sintonía con la comida rápida, el dinero rápido o la vida rápida.

La decadencia del ritual funerario —reducido apenas a la esfera de la policía sanitaria y mortuoria— no expresa solo el ascenso de los valores laicos, el pragmatismo económico y el hedonismo optimista; revela también la crisis de la dimensión espiritual de la vida, de los lazos afectivos con los parientes y amigos, y de la memoria como argamasa del sentimiento comunitario. Tanto la propia identidad como la del grupo más próximo y la muerte del colectivo social se contemplan en el espejo roto de la muerte amnésica.

La ciudad de los muertos ha sido tradicionalmente una versión escueta de la de los vivos, y un laboratorio de arquitectura, jardinería y escultura. De las urnas en forma de cabaña a los panteones palaciegos o los nichos-colmena de sepultura social, la naturaleza y las fracturas de una cultura pueden discernirse en sus enterramientos. Buena parte de los fondos de nuestros museos arqueológicos provienen del saqueo de tumbas; las estelas, los mausoleos y los columbarios resumen el mundo clásico de la misma manera que ciertos camposantos y sepulcros resumen el medievo, o algunos cenotafios y cementerios extramuros, los valores racionales de la Ilustración.

El siglo pasado se evoca nítidamente en los esplendores neoclásicos del Père Lachaise parisiense o el Staglieno genovés; los desastres de este, en los campos de cruces del norte de Francia o en los sacrarios italianos de Redipuglia y Monte Grappa. Algunos arquitectos modernos nos ofrecieron versiones clásicas y paganas del bosque sagrado, como los nórdicos Asplund y Lewerentz en Estocolmo, o interpretaciones del cementerio como jardín —Scarpa para la familia Brion— y como fábrica —Rossi en Módena—. Sin embargo, ninguno ha expresado la cualidad del siglo tan vivamente como los hornos crematorios de Auschwitz transformados en lugar de culto y museo, o como el Valle de los Caídos madrileño convertido en hito turístico y destino excursionista, una postal más de un recorrido temático.

Si es cierto que la necrópolis reproduce la metrópolis, pocos ejemplos mejores de la obstinación amnésica de nuestra época que ese memorial gigantesco y olvidado, tan irreal como un decorado cinematográfico, y consumido por los autocares y las cámaras con la avidez y la inocencia del que se ha despojado de su pasado. Más aún que la floración de cementerios privados, aseados como campos de golf y previsibles como centros comerciales, que salpican la geografía española con su oferta de óbito con césped y sin drama, es esa mole muda la que mejor nos habla de la ocultación contemporánea de la muerte, vicio privado y virtud pública que solo alcanza relieve en la memoria.

Los signos de la muerte no son las cruces, las urnas, las antorchas invertidas o los cipreses, sino el sueño y sus atributos. Hipnos y Tánatos son hermanos gemelos, hijos de la noche, y el cementerio es «el lugar donde se duerme». No debemos olvidar a los dormidos, porque quizá somos parte de su sueño. Recuperar la vieja dignidad de los ritos y las arquitecturas funerarias es también una forma de soñar: una forma esperanzada de imaginar, desde la ciudad de los muertos, la comunidad civil de los vivos.


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