Opinión 

Una obra en curso

Notre-Dame

Luis Fernández-Galiano 
31/05/2019


Al anochecer del lunes 15 de abril, justo a la hora de las noticias, el mundo asistió al horrible espectáculo de los lengüetazos de llamas incontroladas que lamían las cubiertas de la catedral de París. Extendido desde un andamio que se había instalado seis meses antes con objeto de unas obras de restauración, el incendio consumió la techumbre de madera revestida de plomo y convirtió la majestuosa flecha en una tea que acabó derrumbándose sobre el crucero. Algunos observadores se apresuraron a comparar el desastre con el ataque al World Trade Center, pero en esta ocasión no hubo a quien culpar: los edificios construidos con tanta madera resultan bastante vulnerables, y es probable que el incendio se debiera a un cortocircuito en la instalación eléctrica que servía a los andamios.

Situada en la isla de la Cité, Notre-Dame es venerada por los parisinos como el corazón de la ciudad e incluso también como el corazón de Francia. Desde que comenzara a construirse en 1163, ha sufrido muchas transformaciones, hasta el punto de que resulte difícil identificar qué es o no es auténtico en el edificio. A mediados del siglo XIII, los arquitectos Jean de Chelles y Pierre de Montreuil modificaron la traza original, ampliando el crucero al tiempo que añadían los arbotantes con el propósito de reducir la superficie de muros de carga y agrandar las vidrieras, del mismo modo en que se había hecho en Saint-Denis, la primera gran construcción gótica.

En cuanto centro religioso de la ciudad —tan conmovedoramente descrito por Victor Hugo en Notre-Dame de Paris (1831)—, la catedral sigue siendo un foco de intensa devoción, tal y como evidencian las reacciones que se produjeron tras el fuego. Pero, en la medida en que fue uno de los símbolos del Antiguo Régimen, junto a las abadía de Cluny y la de Saint-Denis, Notre-Dame también concitó la ira popular y sufrió daños importantes durante la Revolución Francesa, incluido el guillotinamiento de las estatuas de los reyes de Francia colocadas en la fachada oeste. Luego de que Notre-Dame se convirtiera en un edificio secular, se retiró la flecha original y, durante un breve periodo, se usó como bodega; de hecho, no volvió a utilizarse como iglesia hasta que en 1801 se escenificó allí la coronación de Napoleón. Inspirada por la novela de Victor Hugo, la primera campaña moderna de restauración comenzó en 1844, de la mano de Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste Lassus. En su esfuerzo por crear un conjunto armonioso, Viollet-le-Duc agregó muchos elementos nuevos, como su propia versión de la aguja, las famosas gárgolas y la estatua con su faz colocada en la aguja; elementos que se criticaron como mixtificaciones del edificio auténtico.

Cuando se incendió, Notre-Dame estaba en proceso de restauración, con un presupuesto de sólo 300.000 euros. Ahora que el humo se ha disipado, el agujero abierto por el fuego en el crucero deja pasar al interior una gloriosa luz natural (y también la lluvia), y 1.300 toneladas de vigas de roble carbonizadas yacen sobre el pavimento del edificio como si se tratara de una obra de arte conceptual. Se estima que la restauración costará unos mil millones de euros y que durará, al menos, cinco años. Numerosas donaciones, incluidas las importantes sumas ofrecidas por las tres familias más ricas de Francia —los Pinault, los Arnault y los Bettencourt, que parecen competir en la búsqueda del reconocimiento—, han garantizado los fondos para las obras. Quizá sea esta la oportunidad de hacer posible una reconstrucción de Notre-Dame más concienzuda y en la que el edificio acabe siendo menos un agotado símbolo religioso que parte de un nuevo proyecto sostenible: la construcción de la primera catedral verde.


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