
Paolo Veronese, La cena en casa de Simón, h.1556-1560
No hay mejor muestra de arquitectura este verano que la de Veronese en el Prado. El genial pintor creó el mito de una Venecia rica y opulenta con sus composiciones abigarradas de personajes exquisitamente ataviados participando en cenas suculentas en marcos arquitectónicos de majestuosa grandeza, y lo hizo cuando la Serenísima se enfrentaba al declive económico, la pérdida de poder político y el conflicto religioso, experimentando sucesivamente sublevaciones heréticas, el retroceso en el Mediterráneo frente a los otomanos, y una trágica peste que se llevó a una tercera parte de su población. Es tentador pensar que acaso los icónicos edificios con los que las ciudades o los Estados afirman hoy su identidad y su aplomo no son sino escenografías que ocultan la crisis de unas sociedades amenazadas por el desplome demográfico, las convulsiones geopolíticas y los riesgos epidemiológicos o climáticos. En ese marco, la supervivencia de los frágiles lienzos y pigmentos con los que el artista construyó la imagen idealizada de Venecia es consoladora, porque quizá también nosotros alcancemos a depositar un legado de memoria con los endebles medios que nos otorgan las tempestades de la historia.
Paolo Caliari, conocido como ‘Il Veronese’, extrajo de su estirpe de canteros una proximidad a la arquitectura que le condujo a la protección de Michele Sanmicheli, a la amistad con Jacopo Sansovino y a una relación de admiración mutua con Andrea Palladio que cristalizó en los frescos de la villa Maser, construida por este para Marcantonio Barbaro y su hermano Daniele, traductor de Vitruvio. Los Dieci libri del romano y los Quattro libri de Palladio inspiraron al pintor tanto como los edificios, y en el que es el préstamo más importante de la muestra, La cena en casa de Simón, realizada para un refectorio monástico, la escena bíblica se enmarca en una logia similar a la del palacio Chiericati de Palladio en Vicenza. Miguel Falomir ha situado esa obra en el espacio central, acompañada por dos obras del Prado que muestran el diferente uso de la perspectiva arquitectónica en Veronese, cuyo Cristo predicando en el Templo tiene el punto de fuga bajo siguiendo la norma palladiana y otorgando a las figuras una monumentalidad escultórica, mientras Tintoretto lo eleva en El lavatorio como proponen las escenas de Serlio, dispersando a los personajes y evocando el efecto de una tarima inclinada en un teatro.
Sin la profundidad psicológica de Tiziano o la audacia inventiva de Tintoretto, Veronese forma parte de la santa trinidad veneciana por la destreza técnica que mostró desde sus comienzos, la formación de dibujante que le permitió salvar la oposición entre disegno y colore, y su maestría en la representación de atmósferas donde el colorido luminoso e iridiscente permite sugerir las sombras sin recurrir al claroscuro. Pintor de pintores, admirado por Rubens o Velázquez lo mismo que por Delacroix o Cézanne, Veronese es también un pintor de arquitectos, y es difícil salir del museo sin pensar en la mágica permanencia de unas telas livianas que contienen mundos arquitectónicos. No hay quizá obras más frágiles hoy que las construcciones de papel de Thomas Demand, que el artista fotografía para otorgarles una incierta supervivencia, y su Büro, con los papeles esparcidos por el suelo, resuena en el dibujo de la última página con que celebramos nuestros cuarenta años. Como sucede en el despacho devastado de la Stasi que sirvió de inspiración a Demand, los vendavales y mudanzas del tiempo arrasarán vidas, palabras e imágenes para dejar solo sombras sobre el suelo, y con suerte algún eco en la oscuridad de la noche.

Thomas Demand, Büro, 1995
