
El arquitecto, escritor y dibujante luxemburgués Léon Krier, que fue uno de los protagonistas del movimiento posmoderno, falleció el 17 de junio en Palma de Mallorca, donde residía desde 2013 con su compañera Irene P. Stillman en una casa próxima a la catedral con espectaculares vistas del mar, tras vender la que tenía en Uzès y donar su biblioteca y archivos a la Universidad de Notre Dame. Sufría un cáncer de colon, y poco antes de las siete de la mañana se le vio subir a la muralla de la ciudad en Ses Voltes y precipitarse al vacío.
Autor de una obra escasa de sabor neotradicional, sus textos y, sobre todo, sus extraordinarios dibujos fueron sumamente influyentes en los años setenta y ochenta, convirtiéndose en el abogado más elocuente de la arquitectura preindustrial, y en el más vehemente defensor de la ciudad premoderna. Después de transformar el lenguaje de James Stirling —en cuya oficina londinense trabajó entre 1968 y 1974—, Léon Krier se propuso cambiar el rumbo de la arquitectura, en sintonía con su hermano mayor Rob (1938-2023), impulsor de los trazados urbanos tradicionales en proyectos tan decisivos como la Neue IBA berlinesa, y con el grupo de militantes defensores de la ciudad europea aglutinado en Bruselas en torno a Maurice Culot.
Polemista de dotes solo comparables a las de Le Corbusier —a quien frecuentemente eligió como contrafigura—, este propagandista persuasivo y artista sosegado llegó al cénit de su fama en 1985, con la publicación de su monumental monografía sobre la arquitectura clasicista de Albert Speer, que devino una cause célèbre; el inicio de su colaboración con el príncipe Carlos, para quien trazó Poundbury, una nueva comunidad tradicionalista y ecológica; y la exhibición de sus proyectos, conjuntamente con Ricardo Bofill, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
En fechas posteriores establecería una relación estrecha con los ‘nuevos urbanistas’ —que bajo el liderazgo de Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, y desde su base en Miami, impulsaron proyectos urbanos tan característicos como las comunidades de Seaside, donde intervino Krier, y Celebration, ambas en Florida—, y también con la universidad donde se formaron, Yale, donde enseñó a las órdenes de un decano también tradicionalista, Robert Stern.
Krier fue el primer galardonado en 2003 con el Driehaus Prize for Classical Architecture, un generosamente dotado ‘Pritzker tradicionalista’. Nos veíamos cuando venía a Madrid para formar parte del jurado de ese premio, y tuvimos una relación continuada durante mi estancia en 2007 en el Whitney Humanities Center de la Universidad de Yale, etapa en la que frecuentemente almorzábamos con nuestro común amigo Peter Eisenman. Arquitectura Viva publicó regularmente reseñas de sus libros, varios de sus artículos y algunos de sus proyectos, que nos hacía llegar con mensajes chispeantes de inteligencia y humor.
Nuestro último encuentro tuvo lugar precisamente en Palma de Mallorca en 2018, con ocasión de una conferencia mía en el Cercle Financer de Balears sobre la densidad urbana, un asunto sobre el que no podíamos sino estar en sintonía. Krier defendió siempre el clasicismo y lo vernáculo, pero también la necesidad de promover construcciones y ciudades más habitables y ecológicas: unas inquietudes que la crisis climática ha vuelto a situar en el centro de nuestra atención, propiciando el retorno de ideas, imágenes y personas que llevaban medio siglo desaparecidas.
En España, deploraba el deterioro de las periferias urbanas y de la franja litoral, pero adoraba las arquitecturas históricas y los pueblos de colonización. Artista, intelectual y gentleman, juzgaba a su hermano Rob aún más elegante, pero siempre lo recordaremos impecablemente vestido y eligiendo con discriminación los platos de la carta, los interlocutores del diálogo y los motivos de conversación.