La marea de concienciación ecológica que inunda los medios es simplemente consecuencia de la larga ignorancia del tema. El Club de Roma, el Global 2000 Report para el Presidente de los Estados Unidos y textos fundacionales como Entropía, de Jeremy Rifkin, son de dominio público hace unos cuarenta años. Mis opiniones personales, mi trabajo y pensamiento están profundamente influenciados por pioneros como Ivan Illich, Denis de Rougement o Nicholas Georgescu-Roegen. Las obras de Jared Diamond, James Howard Kunstler y Rene Girard marcaron el punto de inflexión de las ideas sobre la civilización, la energía y la violencia. Al Gore señala la ironía de que la opinión pública se desespere hoy por problemas que prefirió ignorar hasta ayer. La idea de que la ciencia y la tecnología resolverían todos los problemas de suministro energético para una economía mundial en crecimiento infinito y, por qué no, el triunfo de la democracia, está tambaleándose. A falta de alternativas disponibles, se resucitan viejos fantasmas ideológicos a fin de salvar el sistema de creencias aún vigente. Evidentemente, es la dinámica de ir de un extremo al otro pero ¿dónde encontraremos el justo término medio?
En términos de ecología y civilización la propia palabra ‘sostenible’ es errónea. Como ya señaló el matemático Georgescu-Roegen, cuanta más población tenga que alimentar el planeta hoy, menos será capaz de alimentar en el futuro. En mi opinión, el único modelo de asentamiento humano relativamente sostenible es la ciudad tradicional auténtica. Esto no quiere decir ni mucho menos que garantice el respeto al entorno natural, porque toda forma de civilización humana ejerce presión sobre el territorio que la sustenta. Cualquiera de nuestros actos en el mundo reduce el stock de energía disponible para los humanos en el futuro. Vivimos en un planeta con una reserva finita de energía libre y no es probable que en el futuro podamos contar con otros planetas para proporcionarnos los materiales que en los últimos quinientos años hemos ido saqueando de continentes lejanos. De momento, la única energía libre que todas las civilizaciones han explorado es la solar, pero la esperanza de que las células fotovoltaicas, el hidrógeno y la energía eólica vayan a sustituir algún día a los combustibles fósiles ha sido una ilusión fugaz. Sin energía de origen fósil fácilmente disponible no habrá alta tecnología ni probablemente lo que conocemos por ‘arquitectura moderna’. El concepto fundamental a captar hoy es que la tecnología no es más que el conjunto de saberes técnicos, el logos de la tekné. Que no hay alta ni baja tecnología, y que esa diferenciación tiene poco que ver con la inteligencia, el conocimiento, el progreso o le ecología. Lo que parece alta tecnología puede ser ecológicamente muy baja tecnología, y viceversa.
Vivimos un momento crucial, nos hemos dado cuenta colectivamente de que un crecimiento económico permanente, axioma sobre el que se han construido las ideas de Modernidad y Progreso, no puede seguir manteniéndose. Cómo pagaremos entonces la deuda acumulada si no hay crecimiento previsible más allá del Oil Peak o del trabajo esclavo. Aquellos que pretenden que el ingenio humano tendrá la solución cuando sea realmente necesario no podrán engañarnos ni engañarse más. Pues por más que la ciencia haya explorado las escalas macro y micro, no existe prácticamente la ciencia de la ecología de la civilización. ¿Cómo van a tomar nuestros representantes decisiones inteligentes a largo plazo si les faltan datos fiables en los que apoyarse? Las cuestiones que debiera explorar la ciencia de forma urgente es cuántos seres humanos pueden vivir en un determinado lugar, país o continente; en qué condiciones geoclimáticas; y por cuánto tiempo; bajo qué economías políticas y con qué equipamientos técnicos y biológicos. Más aun, cuál puede ser nuestro sistema de valores morales, técnicos, estéticos y tecnológicos en un contexto de recursos energéticos limitados.
Estas preguntas topan con insuperables muros ideológico-metafísicos. Nos damos cuenta de que todos nosotros, pacíficos seres de buena voluntad, somos ciudadanos de imperios voraces y extremadamente tóxicos. Y eso que nuestros jóvenes no reciben ya formación militar, habitual hace sólo una generación. La violencia ha sido delegada a mercenarios y ya no existe conciencia colectiva de imperio. Por otro lado, es sabido que si los imperios no reconstruyen permanentemente su base de poder colapsan bajo otros en expansión. Nuestros políticos están presionados a tomar urgentísimas medidas ambientales y a la ciudadanía nos tranquiliza pensar que tales medidas se basan en datos fiables, cuando generalmente se trata de hipótesis con escaso fundamento científico. Parecida precariedad intelectual se aplica al crecimiento urbano, la construcción o el transporte. El retorno a la arquitectura y los patrones de asentamiento tradicionales se hará, contrariamente a lo que he abogado, por imperiosa necesidad y no por decisión democrática.
Necesitamos pues un proyecto ambiental global que responda a los problemas ambientales globales. La proliferación de los autodenominados rascacielos verdes, urbanizaciones verdes, medios de transporte verdes y combustibles verdes son solo tretas para posponer unos días el pico de petróleo. Lo peor no es que sean balbuceos ecológicos sino que se convierten en patéticas distracciones de los asuntos realmente candentes. El sintagma ‘ciudad sostenible’ es un ideal metafísico, un mito utópico. En realidad no existe ningún modelo pragmático y generalizable de tal ciudad. Sólo existen visiones parciales. Los modelos tradicionales de construcción y planificación sin embargo representan no solo la historia y el pasado, sino experiencia verificada innegable. Más allá de sus características objetivas, geométricas y físicas, también representan las formas consideradas generalmente más atractivas que comunidades humanas han generado hasta el momento. La arquitectura y el urbanismo deben optar por esta experiencia más amplia, y no por experimentos fugaces. De momento, el grotesco abuso del término ‘sostenible’ desgasta su potencial social y político y pospone el advenimiento de posibles soluciones.