La modernidad sucumbió a la fascinación de la ligereza. El acero y el vidrio permitieron esbelteces y espesores insólitos, sustituyendo los pesados muros de cerramiento y carga por entramados livianos que aligeraban a la vez fachada y estructura. Este tránsito material del peso a la ligereza fue también un tránsito simbólico de la solidez a la transparencia, y del hermetismo a la apertura, reemplazando la condición defensiva del edificio frente a un entorno hostil por una permeabilidad generosa a la naturaleza o la ciudad. Por su parte, la mudanza de la construcción húmeda al montaje en seco aproximó la arquitectura a la industria, mejorando el control de los procesos y la exactitud de los elementos: un sueño de perfección que los pioneros modernos buscaron en la fábrica, donde el diseño de las piezas perseguía las máximas prestaciones con el mínimo de material, incorporando la ligereza como un objetivo técnico y económico.

Desde las utopías cristalinas de las vanguardias europeas a la depuración liviana de las casas americanas de la posguerra, y desde la alta tecnología anglosajona a las evanescentes realizaciones japonesas recientes, la levedad ha secuestrado la imaginación de los arquitectos, y la pregunta de Fuller —¿Cuánto pesa su edificio, señor Foster?— es un manifiesto abreviado de esa construcción de la ligereza. Pero esta arquitectura etérea exige climas amables o energía barata, y su difusión en las latitudes exigentes del Occidente industrializado sólo ha sido posible en el marco de la creciente disponibilidad de combustibles fósiles en la segunda mitad del siglo XX. La ligereza arquitectónica —como la dispersión urbana o la multiplicación de los viajes— es hija del petróleo, y la climatización de los edificios gravita sobre nuestra factura energética de una forma poco compatible con las exigentes demandas actuales de sostenibilidad.

En este contexto, la recuperación de la construcción masiva no es tanto un gesto de nostalgia hacia las arquitecturas grávidas y permanentes del pasado como una inteligente proyección hacia un futuro donde los edificios no sean consumidores voraces de energía. El acondicionamiento climático pasivo, en el que tiene un papel esencial la inercia térmica, es desde luego intemporal, pero no por ello menos contemporáneo y pertinente. Las connotaciones negativas de la pasividad y la inercia —que asociamos a la pereza intelectual, el inmovilismo social o el estancamiento técnico, oponiéndolas a la actividad propositiva e innovadora— deberían transformarse para valorar las virtudes de la persistencia, la continuidad y la solidez. Arrastrados por las tempestades de un mundo en mutación, necesitamos usar más sensatamente los recursos del planeta, pero también construir en él refugios materiales y emocionales: para ambos propósitos, la masa es más. 


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