Andreas Gursky, fragmento de Les Mées, 2016 (Francia)

El paisaje es una geografía voluntaria. La visión idílica del paisaje como una naturaleza intacta es desmentida por la experiencia y la memoria. Conformados por fuerzas económicas, ambientales y culturales, los panoramas del planeta no son el mero resultado de la geología, la botánica y el clima: antes bien al contrario, están modelados por la historia, y son ellos mismos documentos que dejan constancia de las mutaciones políticas, jurídicas y sociales acaecidas en el transcurso del tiempo, como explicara de forma pionera el historiador William George Hoskins en The Making of the English Landscape, un libro que en 1955 transformó nuestra percepción del paisaje. Cinco años antes, en Der Nomos der Erde, el jurista Carl Schmitt quiso encontrar en ‘la ley de la tierra’ el fundamento de la justicia, y esa visión mítica inspira hoy al ecologismo que propugna la recuperación de paisajes ancestrales, pero el desafío contemporáneo reside más bien en poner el paisaje al servicio de la sostenibilidad.

Cuando la acción humana está provocando la fusión de los glaciares o los casquetes polares, parece inútil hablar de paisajes antropizados para oponerlos a las tierras vírgenes, porque los habitantes del Antropoceno sabemos que no existen territorios ajenos a nuestro impacto, descrito a menudo en términos catastróficos por sus consecuencias indeseadas, pero en origen motivado por la voluntad de usar el entorno en nuestro beneficio. No otra cosa podemos hacer en un momento en que la emergencia climática obliga a descarbonizar la economía, un empeño global que producirá la metamorfosis de muchos paisajes. Pero el Green New Deal no conduce a ciudades jardín y a campos bucólicos, sino a urbes compactas y complejas, y a territorios donde se desplieguen los colectores solares y los molinos eólicos que permiten obtener energías renovables: escasamente verdes pues, y vacunados frente a la ‘ideología clorófila’ que tempranamente denunciara el sociólogo y urbanista Mario Gaviria.

Nos gusta pensar que la percepción estética del paisaje se inicia con la ascensión de Petrarca al Mont Ventoux, pero sin duda tiene antecedentes en la poesía pastoril grecolatina, de Hesíodo a Horacio, pasando por el Virgilio que glosó «las gélidas fuentes, las muelles praderas, los bosques». Esta visión sublime o placentera, que se enfrenta al paisaje como naturaleza agreste o como refugio de la agitación ciudadana, se extiende hasta el ‘menosprecio de corte y alabanza de aldea’ que alimenta las utopías desurbanistas y los movimientos neorrurales, pero excluye las miradas que contemplan ese hinterland como el principal depósito de los flujos de alimentos y energía que hacen posible la vida urbana. Y en este punto de inflexión histórico, en que debemos abordar la reanimación de unas economías puestas en coma inducido para frenar la propagación del coronavirus, nada es más urgente que la construcción de los paisajes que hagan posible la transición energética del Green New Deal. Aunque no sean verdes.



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