Opinión 

La belleza moderna

¿Convulsa o clasicista?

Opinión 

La belleza moderna

¿Convulsa o clasicista?

Luis Fernández-Galiano 
01/07/2023


Erik Gunnar Asplund, Biblioteca Pública de Estocolmo, Suecia, 1928. © Flickr CC user Wojtek Gurak

Para muchos, este título es un oxímoron. Asociar modernidad y belleza parece tan provocador como escribir ‘fuego frío’ o ‘silencio sonoro’. En fórmula célebre de André Bréton, «la belleza [moderna] será convulsa o no será», introduciendo un temblor ajeno a la serenidad conservadora de la belleza clásica, que puede ser violenta o imperfecta, pero respeta siempre la referencia sosegada y narcótica del canon. No es fácil saber ‘de qué hablamos cuando hablamos de belleza’, como se argumentó al reseñar dos obras de Peter Sloterdijk y Byung-Chul Han en Arquitectura Viva 230, pero no cabe duda de que el componente iconoclasta de la modernidad fracturó los códigos estéticos y las continuidades urbanas, abriendo un foso entre las vanguardias y el público que la reacción posmoderna procuró cerrar. En cierto sentido, el respeto por el patrimonio y el paisaje es un logro que se percibe como antimoderno, ya que buena parte de la desnaturalización de ciudades y costas se atribuye a la religión única de un dogmatismo moderno ignorante del contexto. Sin embargo, la transformación del territorio urbano y rural está impulsado por poderosas fuerzas económicas y técnicas, y es en esa modernidad social donde debe buscarse la responsabilidad última de los errores y los logros, más bien que en las opciones estéticas o estilísticas.

La España de las rotondas y de las piscinas es también, como ha documentado el periodista Andrés Rubio, una ‘España fea’, pero esa urbanidad dispersa es sobre todo una España ecológicamente insostenible, y que no ha sido solo construida por la codicia inmobiliaria, sino por las demandas sociales y la voluntad política. Junto a las muchas agresiones litorales y desventuradas intervenciones en los núcleos históricos (que aquí se han censurado repetidas veces, como muestran los artículos agrupados en Territorios mutantes), también se ha mejorado significativamente la calidad urbana de los centros y de las periferias, de forma que no cabe hacer un balance catastrofista de las décadas democráticas, que han tenido tantas luces como sombras. Han sido, es cierto, buenos tiempos para la arquitectura, que ha logrado un reconocimiento internacional inédito, y malos tiempos para el urbanismo, que no ha sabido o no ha podido desarrollar instrumentos de control eficaces, pero el origen de estas mudanzas no se encuentra en las convulsiones estéticas de la modernidad, que apenas agitan la superficie del agua: reside en las caudalosas corrientes submarinas que nos arrastran hacia un futuro ignoto.

Nuestras tribulaciones son más urbanas y paisajísticas que arquitectónicas, porque en España —excluyendo el rechazo de Vox a la Nueva Bauhaus Europea— hay un cierto consenso sobre la ciudad compacta, el respeto ambiental y el lenguaje moderno. No ocurre lo mismo en otros lugares, como atestigua la influencia de Roger Scruton —que defendió la arquitectura clasicista, como refleja su obituario en Arquitectura Viva 221— en políticos conservadores como el húngaro Viktor Orbán o la italiana Giorgia Meloni, por no mencionar a Theresa May, que como premier promovió la tradición mediante la comisión gubernamental ‘Building Better, Building Beautiful’. En Estados Unidos la arquitectura clásica es casi un feudo republicano, y Donald Trump firmó una orden para que todos los edificios federales fueran ‘bellos’, entendiendo por ello la adopción del lenguaje clásico (véase ‘Estilos de Estado’, Arquitectura Viva 222), inmediatamente revocada por Joe Biden al alcanzar la presidencia. Pero en el mes de junio de 2023 se ha presentado un proyecto de ley —Beautifying Federal Civil Architecture Act— que privilegia la arquitectura clásica y la tradicional frente a la moderna, juzgando que solo aquellas «inspiran el espíritu humano, embellecen los espacios públicos y ennoblecen la nación americana», y señalando dos estilos singulares, el brutalismo y el deconstructivismo, como los que deben siempre evitarse. Oximorónica o no, la belleza moderna sigue siendo piedra de escándalo.


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