Nuestro continente ha ido a las urnas en un momento crítico, y la arquitectura no puede ser ajena a los grandes dilemas de esta hora, porque su propio futuro está esencialmente vinculado al cambio climático, al protagonismo de lo existente y a la evolución demográfica. En primer lugar, tanto la lógica económica como las normativas ambientales obligan a construir teniendo en cuenta los costes materiales y energéticos, y solo es aceptable socialmente la arquitectura que respeta el entorno y el clima; a continuación, la densidad edificada del continente anima a conservar las zonas intactas concentrando el esfuerzo inversor en lo existente, y declinando las distintas versiones del prefijo ‘re-’, rehabilitar, reutilizar, renovar y un largo etcétera, que indudablemente incluirá la reconstrucción de las ciudades dañadas por catástrofes bélicas o naturales; por último, la contracción demográfica y el envejecimiento de las poblaciones europeas, unidos al impacto de las corrientes migratorias, promoverán cambios en las dotaciones sanitarias y educativas, amén de mutaciones en la promoción residencial.
Por su parte, las grandes incertidumbres a que nos enfrentamos en el continente pueden agruparse en tres capítulos, el geopolítico, el económico y el técnico. Para comenzar, no sabemos si la paz que ha disfrutado la mayor parte de Europa desde hace 80 años se mantendrá, o si la división del mundo en bloques hostiles tendrá repercusión en un grupo de países que poseen escasa capacidad de defensa propia; tampoco sabemos si el previsible declive económico de un área sin autonomía energética y escasa competitividad productiva puede producirse con un ritmo gradual o bien experimentar un desplome súbito, porque ello condicionaría la prosperidad y calidad de vida de los europeos, así como sus logros culturales, su calidad urbana y su excelencia arquitectónica; finalmente, el impacto de la inteligencia artificial y la robótica sobre la construcción y la promoción inmobiliaria puede alterar el proyecto y la obra de formas que apenas concebimos, pero sin duda es este un desarrollo con una extraordinaria capacidad disruptiva del panorama profesional y del ámbito académico.
El papel de los arquitectos en este futuro probable es paradójico, porque si por un lado la estructura de la producción arquitectónica empuja hacia la especialización en empresas de dimensiones siempre crecientes, la formación característica de estos profesionales es marcadamente versátil en su aproximación a muchas disciplinas diferentes, y favorable a la independencia personal por el énfasis en el enfoque crítico y la autonomía creativa, estableciendo una tensión entre necesidades y expectativas que puede ser fértil o frustrante. En todo caso, la contribución de los arquitectos al bienestar social no se ubica tanto en una educación estética que les permita ser referentes artísticos como en una tradición de servicio y un énfasis en la dimensión pública de su trabajo que les hace a menudo portavoces de ambiciones colectivas en el terreno de la ciudad y de la vida. De todo ello debería haberse discutido en las elecciones del 9 de junio, las décimas desde que el Parlamento Europeo se comenzó a elegir por sufragio directo en 1979, y acaso las más trascendentales en los 45 años transcurridos desde entonces.