Sociología y economía  Opinión 

El reino de este mundo

Antonio Gaudí en los altares

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El reino de este mundo

Antonio Gaudí en los altares

Luis Fernández-Galiano 
01/04/2000


El domingo 12 de marzo un presidente joven y un papa anciano vivieron su día más hermoso. José María Aznar celebró en el balcón de la calle Génova un triunfo electoral que cierra el ciclo histórico de la política ideológica del siglo XX, ahuyentando de la vida española las sombras de la Guerra Civil. Y Juan Pablo II celebró en la basílica de San Pedro un solemne rito penitencial que introduce a la Iglesia Católica en el tercer milenio, culminando su pontificado con la confesión pública de los pecados cometidos por los cristianos en 2000 años de historia atribulada.

La Santa Sede ha autorizado el proceso de beatificación de Antoni Gaudí, la construcción de cuya Sagrada Familia documentan imágenes como la que se muestra abajo, de la fachada del Nacimiento hacia 1908.

Abrazado a un Cristo de madera, el frágil Wojtyla pidió perdón y lo ofreció a su vez, sacudiendo la memoria de un siglo que ha contemplado persecuciones religiosas, pero también la complicidad de la Iglesia con regímenes ominosos y su prudencia ambigua ante la abominación del Holocausto; una hora ésta de arrepentimiento milenarista de la Iglesia triunfante en la que sin embargo sorprende la copiosa cosecha simultánea de canonizaciones de religiosos víctimas del vendaval de odio de la Guerra Civil española, precisamente en el momento en que la política de nuestro país rompe amarras con la polarización ideológica y confesional que ha mantenido el siglo abierto como una llaga. A esta numerosa nómina de santidad se suma ahora el arquitecto Antoni Gaudí, el inicio de cuyo proceso de beatificación fue autorizado por la Santa Sede en las vísperas de la magna ceremonia litúrgica que ha congregado a la curia en un círculo ritual autoinculpatorio bajo la cúpula de Miguel Ángel y en torno al baldaquino de Bernini, procurando «la purificación de la memoria» a través de la declaración doliente de los siete errores capitales de la Iglesia, al tiempo que en España las urnas clamorosas absolvían a la derecha de sus culpas históricas: las mismas urnas clementes y los mismos diez millones largos de papeletas que en 1982 saldaron la deuda de la izquierda con las grietas de su pasado.

Libre de lastre de la memoria y las ideas, la arquitectura puede al fin alcanzar la plenitud de su oquedad amnésica. Reducida a signo autorreferente, se convierte en una moneda de cambio simbólica que, como los impuestos de Vespasiano sobre las letrinas, non olet, reflejando en su inocencia inodora la condición accidental de su origen. Arzalluz puede ir más lejos que Haider en su defensa de la identidad étnica, pero esto no le impide adornarse con el turbión de titanio del Guggenheim; Fraga no se librará del estigma de haber sido ministro de Franco, pero su sensibilidad intelectual puede aceptar para las obras emblemáticas de Santiago al Siza de la Revolución de los Claveles y al Eisenman que ha circulado por Bataille y Derrida; y Aznar seguirá siendo un rutinario inspector de Hacienda, pero sus ampliaciones del Museo del Prado y el Reina Sofía las construirán figuras como Moneo y Nouvel. La genealogía mítica de la modernidad izquierdista, ya cuarteada por el fascismo de Terragni, el cortejo del régimen de Vichy por Le Corbusier o el coqueteo de Mies con los nazis, se desploma con estrépito en la sociedad amable y trivial del espectáculo.

La biografía de Gaudí y los avatares del proyecto y construcción de la Sagrada Familia ofrecen un retrato de Cataluña en el cambio de siglo. Las tres fotografías de la fachada del Nacimiento y de los campanarios en obras, al fondo de las cuales puede verse el Ensanche barcelonés en vías de desarrollo, son de los primeros años del siglo XX, así como uno de los dibujos más conocidos del templo, realizado por Joan Rubió i Bellver.

La propia Santa Sede, consciente sin duda de que la arquitectura ha sido la única superviviente del naufragio contemporáneo del llamado «arte sacro» —que un recorrido por las obras últimas de los recientemente renovados Museos Vaticanos no puede sino confirmar con desolación— ha elegido autores judíos para sus iglesias jubilares, en una insólita subordinación de la doctrina al lenguaje que sugiere un creciente eclecticismo litúrgico, y cuyo somero fundamento teológico es seguramente preferible a las sólidas bases castizas de esa almoneda estética que es la madrileña catedral de la Almudena, un modelo artístico que ojalá nuestro papable Rouco no haya incorporado al utillaje mental de su aproximación a Roma. Pero esta arquitectura leve de las creencias menguantes de la prosperidad satisfecha contrasta con la violencia letal o redentora de las sectas iluminadas o las religiones en conflicto, como el Papa conoce de sobra y habrá tenido de nuevo ocasión de comprobar en su viaje a Tierra Santa, acaso el último de los muchos de este pontífice animoso, y sin duda el más conmovedor en lo que tiene de regreso a los orígenes. Y es seguramente en ese reducto arcaico de la fe acorazada y el dogma rotundo de las postrimerías y los comienzos donde cabe hallar las arquitecturas más genuinas y menos digeribles.

De esta sustancia rara y atroz está fabricada la obra de Gaudí, un arquitecto genial poseído por el vértigo de la construcción de un templo expiatorio, un creyente y asceta cuyo primer retrato aparecido en la prensa lo representa besando el anillo de un obispo, y un liturgista obsesivo que dio forma en la Sagrada Familia a la montaña mágica soñada por el catalanismo católico; un «Montserrat del espíritu» que hallaría su poeta en Maragall, y que llevaría al cáustico Xénius a escribir: «...no puedo pensar sin terror en el destino de nuestro pueblo, obligado a sostener, sobre su pobre normalidad, tan precaria, el peso, la grandeza y la gloria de estas sublimes anormalidades: la Sagrada Familia, la poesía maragalliana...» Hoy Eugeni D’Ors no tendría motivos de queja. Predigerido en una serie de televisión de 13 capítulos que se presenta en el Festival de Cannes a partir del 4 de abril, y previsiblemente beatificado a tiempo para el 150 aniversario de su nacimiento en 2002, el Gaudí pasteurizado de su año conmemorativo no será ya una sublime anormalidad, sino un espectáculo de sosegada convención que estas cavilaciones cuaresmales sitúan resignadamente en el reino de este mundo.

Sobre el siervo de Dios Antoni Gaudí i Cornet, cuyo ya mencionado proceso diocesano de beatificación ha recibido luz verde de la congregación vaticana para las Causas de los Santos, existe en todo caso una prolífica industria bibliográfica, pero dos reediciones recientes en gran formato merecen mencionarse como obras complementarias. Gaudí, el hombre y la obra es un colosal volumen de Lunwerg que reproduce la piadosa biografía que le dedicó su amigo y confidente el arquitecto Joan Bergós; publicada originalmente en catalán en 1954 y en castellano en 1974, la obra de este reverente discípulo de Gaudí es un testimonio entrañable y jugoso, que en esta ocasión se edita acompañado de las suculentas fotografías actuales del también arquitecto Marc Llimargas. Antoni Gaudí es un formidable estudio del arquitecto y profesor barcelonés Juan José Lahuerta, publicado originalmente en italiano en 1992, y que Electa España reedita ahora con su calidad habitual; la obra de Lahuerta explora a través de siete episodios engarzados la arquitectura «terrorífica y comestible» de Gaudí, ofreciendo un fresco minucioso y apasionante de la vida social, intelectual y religiosa en la Cataluña burguesa de finales del siglo XIX, relatada con rigor e ilustrada con inteligencia. Al beato Gaudí no habrá de faltarle la devoción de los arquitectos.


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