Tiraron la cúpula de Carabanchel. El acto fue perpetrado con premeditación, nocturnidad y alevosía. Las grandes máquinas empezaron destruyendo una de las galerías radiales y, abriéndose camino por encima de los escombros, llegaron al panóptico central que era su objetivo desde el primer momento. El viernes 24 de octubre de 2008 no hubo descanso al final de la jornada: a eso de las nueve de la noche la cúpula fue atacada por la zarpa de acero, y empezaron a caer los primeros fragmentos de aquella prodigiosa cáscara de hormigón. De nada sirvieron los gritos indignados de los vecinos, que asistían impotentes al mayor crimen arquitectónico de la España contemporánea. La actividad demoledora continuó, con espectral iluminación artificial, hasta que se oyó un ruido estremecedor, acompañado de un gran chispazo, y las máquinas cesaron de funcionar. Eran, casi, las doce de la noche. El domingo 26 sólo quedaba la mitad de la cáscara, y se toleró la entrada en el recinto de unos dos centenares de manifestantes, los cuales pudieron contemplar de cerca (o más bien velar) el cadáver informe de aquella estructura. Era evidente que, una vez dañado de modo irreparable el corazón de la antigua cárcel, por cuya salvación tanto habían luchado varios colectivos ciudadanos, ya no corría tanta prisa finalizar el derribo, y de ahí que pasaran varias jornadas de inactividad hasta que el resto de la cúpula se derrumbó por completo. Sucedió eso el 10 de noviembre, sólo unos días antes de que se conmemorase el 33 aniversario de la muerte de Francisco Franco, el ominoso dictador que había mandado construir aquel penal.
Este cupulicidio supuso la destrucción de la cáscara de hormigón más grande de España, y puede que no hubiera en todo el mundo un ejemplo, con la misma técnica, comparable al de la antigua cárcel de Carabanchel. No olvidemos que nuestro país ha sido la cuna de los grandes maestros en ese tipo de soluciones, con figuras geniales como Eduardo Torroja o Félix Candela, sin cuyo ejemplo habría sido imposible llevar a cabo semejante panóptico, con una cúpula hermosísima de ¡33 metros de diámetro! (Maldita coincidencia numérica: ¿hay algún supersticioso?). El edificio en cuestión era el último gran ejemplo de la tipología carcelaria que había inventado Jeremy Bentham a finales del siglo XVIII y que se basaba en la construcción de una torre central desde la que podía vigilarse a los presos situados en galerías radiales. La obsesión franquista por el control represivo llevó hasta el paroxismo ese modelo, haciendo aquí un edificio casi expresionista, esquinado y delirante, con galerías trapezoidales que favorecían la observación de todas las celdas desde el cilindro cupulado. El exterior, en cambio, limpiamente metafísico, presentaba una rara afinidad estética con las poéticas ulteriores de la tendenza y de la postmodernidad de los ochenta (no lejos del universo de Venturi o Rossi). Pero han sido inútiles las protestas, las apelaciones a la memoria histórica, la petición de clemencia del Defensor del Pueblo, o las invitaciones a la cordura de arquitectos e intelectuales: se ha tirado un monumento único para que alguien saque provecho de un solar. ¿No suena familiar? Y todo ello en medio de una grave crisis económica, ¿por qué tanta prisa en derribar Carabanchel cuando es poco probable que se pueda construir inmediatamente otra cosa en su lugar?
Pero hay más: el azar, tercamente ‘objetivo’ en esta ocasión, ha hecho que el desaguisado coincida con la solemne inauguración de otra cúpula, pagada con dinero español, en la ciudad de Ginebra. Me refiero a la techumbre de la Sala XX del Palacio de las Naciones que será, a partir de ahora, la ‘Sala de los Derechos Humanos y la Alianza de Civilizaciones’. Qué gran hazaña la de Miquel Barceló, han repetido una y otra vez, durante estos días, los medios de comunicación. Al frente de un nutrido equipo de técnicos de variado pelaje, ese artista mallorquín ha llenado los 1.400 metros cuadrados de su techumbre circular con una multitud de estalactitas de resina y luego las ha coloreado usando, según parece, hasta 35.000 kilos de pintura. Le hemos visto en los reportajes televisivos vestido de astronauta, o de soldado hipotético de una guerra bacteriológica, empuñando una especie de cañón con el que disparaba convulsos esputos de pintura sobre los indefensos colgajos del techo. Era un superespray, versión delirante del humilde instrumento usado por los grafiteros que habían dejado su impronta en la cárcel de Carabanchel. Su obra pretende evocar a un mar invertido, ha dicho Barceló. Es decir, el mundo al revés. También parecen unas nuevas cuevas del Drach (por mencionar un referente familiar al autor), convirtiendo la iluminación kitsch multicolor, típica de estos lugares turísticos, en algo adherido a las caprichosas configuraciones (pseudo)cársticas.
En fin, a Ginebra se han ido, en vísperas del 33 aniversario de marras, los Reyes de España, el Presidente del Gobierno, el Ministro de Asuntos Exteriores, el Secretario General de la ONU, el Presidente de Turquía y un nutridísimo séquito de acompañantes ilustres. Muchos de ellos han hecho declaraciones, como el director del Museo del Prado, que ha llegado a comparar el techo de Barceló con Manet o Rothko, y más específicamente con la cueva de Altamira. El coste total ha sido astronómico: 20 millones de euros, seis de los cuales han ido íntegramente a las arcas, ya intergalácticas, del cosmoartista Barceló. Pero un anónimo difundido estos días en la red ha señalado una coincidencia: la cúpula de Carabanchel y la de Ginebra, aunque muy distintas entre sí, ¡tienen aproximadamente las mismas dimensiones! Es inevitable además relacionarlas por la secuencia histórica de los acontecimientos. Y aquí nos estalla en la cara la Gran Contradicción: ¿Qué alianza de las civilizaciones vamos a promover desde Ginebra si no somos capaces de asumir en casa nuestra propia memoria histórica? ¿Cómo vamos a proyectar al mundo otra cosa que no sea ‘arte midcult’ cuando ignoramos la calidad arquitectónica y artística verdadera que tenemos más a mano? ¿Cómo saldremos de esta crisis económica si lo único que se nos ocurre es destruir y despilfarrar lo (poco) que tenemos? ¿No es esa farsa estética de la cúpula de Ginebra la otra cara, inevitable, del derrumbamiento moral que ha supuesto la caída de Carabanchel?