Guillermo Pérez Villalta parece haber concebido su última exposición como una amarga invectiva contra la pintura actual. Si hemos de hacer caso a lo que dice en su texto Pictura ut via sapientiae, el arte verdadero tiene siempre una vocación de eternidad, de modo que sería inútil buscarlo en este mundo «hecho con el adobe de lo transitorio». Leyendo escritos como éste y, lo que es más importante, contemplando sus cuadros, podemos adivinar contra quién o contra quiénes se dirige el zurriago del pintor: los mercaderes del arte. Esta especie heterogénea es expulsada violentamente del templo en el fondo de Sacra conversación, y aunque los apaleados se aferren enérgicamente a sus telas o esculturas, no debemos ver en ellos sólo a los artistas, sino a una representación alegórica de los galeristas, críticos, comisarios y todo ese complejo aparato que ha decidido, al parecer, sacrificar al creador verdadero ante el altar humeante de la «internacional moderna». La pintura, como Proserpina, habría desaparecido estos años de la faz de la tierra para adentrarse en los infiernos. «No fueron épocas invernales —advierte Pérez Villalta— donde florecieron Tiziano o Barnett Newman», de modo que, mientras llega otra vez la primavera, no parece mala cosa deleitarnos rememorando las glorias del pasado, cultivar la nostalgia y reiventar de nuevo algunos capítulos gloriosos de la pintura occidental...[+]