La tormenta económica se dibuja en los perfiles urbanos con la habitual cosecha de rascacielos crepusculares: las cumbres construidas son financieramente borrascosas. Como ya ocurriera en la Gran Depresión iniciada en 1929, o en la resultante de las crisis del petróleo en 1973 y 1979, la Gran Recesión inaugurada con el colapso de Lehman en 2008 —que entra en su quinto año sin que se adviertan signos de recuperación— se marca en el paisaje con colosos gestados en la etapa de expansión, y una nueva colección de proyectos se sitúa ya en la línea de salida para, apenas las circunstancias lo permitan, superar a los anteriores en altura o singularidad. A título de ejemplo, aquí se han elegido cuatro obras y cuatro proyectos que jalonan el planeta siguiendo el curso mítico de las civilizaciones, desde el Oriente Medio donde nació la cultura urbana y la Europa donde se desarrolló de forma esplendorosa hasta la América que fue cuna de la edificación en altura y el continente asiático que ahora protagoniza el mayor empeño de creación de ciudades que haya conocido la historia: el Burj Khalifa de Dubái, hoy el techo del mundo, y cuyo arquitecto Adrian Smith —que dejó SOM para abrir su propia firma— propone dejar atrás con un proyecto visionario en Arabia Saudí; el Shard de Renzo Piano en Londres, récord de altura de la Unión Europea hasta que Norman Foster levante en París las dos torres del Hermitage Plaza; la torre Beekman de Frank Gehry, el edificio residencial más alto de Nueva York, y un experimento formal comparable al aún más inesperado rascacielos de BIG en Vancouver, que se abraza a una autopista elevada; y el icónico edificio CCTV de OMA/Rem Koolhaas en Pekín, cuya extravagancia quizá sólo podría sobrepasar la misma China con el cromlech de torres de la que forman parte las dos proyectadas por Eduardo Souto de Moura.
Por una serie de azares, he podido visitar los cuatro rascacielos documentados aquí, y todos dejan en la memoria una sensación agridulce. El Burj Khalifa es el objeto más antiurbano e inaccesible que cabe imaginarse, aislado de curiosos o turistas por un amplio perímetro de exclusión, de manera que resulta onírico en la distancia y tan hostil en la cercanía como una fortaleza inexpugnable; sin embargo, el itinerario para las visitas pagadas es elegante y pedagógico, muestra bien el ingenio técnico y el refinamiento de detalle característicos de SOM, permitiendo acceder a las vistas desoladas que ofrecen sus alturas. No menos refinado es el Shard, cuya construcción ha hecho entender mejor el desconcertante proyecto exfoliado, y que hoy se levanta sobre una zona anónima de Londres con voluntad lograda de hito ciudadano, pese a que la inserción en el entorno próximo de su titánica base hace echar de menos la ingrávida llegada al suelo del rascacielos del propio Piano para el New York Times. En la misma Manhattan, Gehry ha mostrado su inteligencia pragmática con una torre que traslada su lenguaje a la construcción en altura sin alterar su lógica estructural, que se integra en el perfil de la ciudad con naturalidad y distinción, y que al tiempo acepta los compromisos de negociación urbanística para desfigurar o negar su condición en el decepcionante arranque. Y en Pekín, por último, el deplorable diálogo de la sede de CCTV con el ámbito inmediato, amén de la gratuidad de su gesto, se torna en seducción cuando sus volúmenes insólitos se recortan sobre los muros de la Ciudad Prohibida, la obra de OMA devenida felizmente logo de una institución, una ciudad o un tiempo: como tantas otras, le pierde la cercanía y le salva la distancia. La misma acaso que necesitamos para sobrevivir al trayecto por estas cumbres borrascosas.