Alturas de Nueva York

Tras el trauma del 11-S, Nueva York experimenta un renovado vigor cultural y artístico, manifiesto en numerosas obras de excelencia arquitectónica.

Luis Fernández-Galiano 
31/10/2017


Nueva York sigue siendo la capital del planeta. El declive del dólar y el desplazamiento desedes corporativas tras el 11-S han debilitado algo su centralidad financiera, amenazada tanto por el auge asiático como por la agilidad de la City londinense; sin embargo, la ciudad conserva intacta su centralidad cultural, alimentada por unos medios de comunicación y unas instituciones artísticas que todavía marcan la hora del mundo. Más aún que otras actividades, las mediático-culturales exigen una proximidad física y una concentración en el espacio que facilitan el encuentro azaroso y la fertilización cruzada, un entorno favorable que sólo alcanza densidad crítica en algunos contextos metropolitanos. Este es el caso de Nueva York, cuya economía urbana depende críticamente de su condición de centro financiero, pero también —y de forma creciente— de su protagonismo en la producción de moda, arte y música, un complejo de industrias culturales que Elizabeth Currid ha llamado la ‘Warhol economy’, y cuya efervescencia es responsable del actual dinamismo de la escena arquitectónica.

La próspera vitalidad de la ciudad ha promovido una pléyade de viviendas de lujo diseñadas por arquitectos de prestigio, desde Richard Meier o Robert Stern hasta Herzogy de Meuron en 40 Bond o Jean Nouvel en la torre prevista junto al MoMA.

Tras décadas de decadencia, los últimos años han visto completarse una formidable colección de edificios singulares, que apenas se terminan ingresan como iconos construidos en las guías de la ciudad. El primer hito de esta nueva cosecha de excelencia fue sin duda la ampliación del MoMA de Taniguchi, una delicada operación de ensamble a la que se reprochó su carácter conservador y su incapacidad de alcanzar la perfección en los detalles de la obra japonesa del arquitecto —dos censuras que más bien corresponden a la voluntad autorreferente del MoMA y a la naturaleza indómita de la industria de la construcción neoyorquina—, pero cuyo éxito popular encendió una luz de esperanza arquitectónica que los años siguientes confirmarían con sedes de medios como la torre Hearst de Norman Foster, que eleva su facetado homenaje a Brancusi sobre el existente edificio Art Déco, o sedes culturales como la biblioteca Morgan de Renzo Piano, que se inserta con elegancia exquisita entre los edificios eclécticos de la institución, que incluyen el de McKim, Mead & White para la biblioteca original.

Durante el ejercicio 2007, descrito por el crítico Nicolai Ouroussoff como «el año en que Manhattan construyó furiosamente», el ritmo de inauguraciones se aceleró de forma espectacular, con hitos como la sede de IAC/InterActiveCorp, diseñada por Frank Gehry al borde del río Hudson con sus características formas agitadas, y un turbión de residencias de lujo firmadas por arquitectos como Richard Meier, Robert Stern, SOM, Bernard Tschumi, Herzog y de Meuron o Jean Nouvel, autor también este último del proyecto de una colosal torre de hotel y apartamentos que levantará sus 75 plantas junto al MoMA, que usará las plantas inferiores para extender sus salas, sólo tres años después de completada la última ampliación. En la segunda mitad de noviembre se celebraron dos aperturas muy esperadas, la de la sede del New York Times, construida por Piano nolejos de la Times Square a la que dio nombre el edificio original, y el New Museum of Contemporary Art, diseñado por SANAA como una pequeña torre de piezas apiladas en la degradada zona del Bowery, entre el Soho y el Lower East Side.

El rascacielos construido por Renzo Piano para el New York Times aúna la elegancia formal y el refinamiento técnico con la sensibilidad urbana, abriéndose a la ciudad con una planta baja pública y fachadas transparentes.

Estas dos últimas obras ejemplares han sido las elegidas aquí para ilustrar el actual momento de Manhattan, acaso el más esperanzador en mucho tiempo, por más que muchas de las mejores realizaciones estén al servicio de minorías sofisticadas que consumen arquitectura de firma como un elemento snob de diferenciación elitista. Es posible que los críticos neoyorquinos, habitualmente escépticos sobre el futuro de la arquitectura con dimensión cultural en su ciudad, estén tan sorprendidos por esta generosa acumulación de talento europeo, japonés o incluso americano que probablemente abusen del término ‘milagro’, e insistan demasiado en la ‘naturaleza hipnótica’ de las obras recientes. Sin embargo, la economía urbana de esta metrópoli insomne tiene un fundamento cultural tan evidente que no puede por menos que llegar al territorio de la arquitectura con obras de excelencia, mediatizadas en ocasiones por el marketing o el consumo suntuario, pero dotadas en otras muchas del espíritu cívico que exhibe el rascacielos de Piano o el ímpetu visionario que distingue la torre de Sejima y Nishizawa.

La pequeña torre erigida por Sejima y Nishizawa para el New Museum ayuda a regenerar el barrio donde se levanta, mientras desmaterializa su volumen con un liviano cerramiento y una sección que oculta su verdadera escala.

La sede del NYT ha sido comparada por Kenneth Frampton con el Guggenheim de Wright y el Seagram de Mies, las dos obras de 1959 que el historiador juzga las últimas contribuciones culturales a la ciudad, y —al margen de aportaciones técnicas como «ser el primer rascacielos americano con estructura de acero vista» o «el primero en protegerse del sol con celosías cerámicas»— considerado también como el primer intento serio de dar una dimensión pública al rascacielos de oficinas desde la construcción del microcosmos del Rockefeller Center en 1938. Por su parte, el New Museum ha sido descrito por Martin Filler como «una de esas raras, esclarecedoras obras de arquitectura que hacen que la mayor parte de los edificios recientes del mismo tipo parezcan de repente ridículos», y valorado por el crítico como uno de los rascacielos más bellos jamás construidos, explicando el uso del término porque pese a sus modestas dimensiones, «es subliminalmente un hito monumental», una aportación al perfil urbano que es «una meditación poética sobre la aportación quintaesencial de América a la arquitectura, y también de su pérdida». Frente al actual empeño en establecer adhesiones excluyentes tardomodernas o neomodernas, el diálogo entre estas dos torres inteligentes y lacónicas abre en Nueva York un espacio fértil de conversación.
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