La gran manzana tiene el corazón de neón. Si se muerde, su pulpa resplandece: no alimenta, pero ilumina. Convertida en espectáculo y réplica de sí misma, la Nueva York fabricada con la sustancia de los mitos es hoy el motor de la industria de los sueños, y eso que Philip Roth llama «el triunfo de la superficie» encuentra su escenario más cabal en Times Square, un nudo de neón para enredar al animal moribundo en simulaciones sedantes que suponen «el triunfo de la trivialización sobre la tragedia». Hace casi un siglo, otro Roth, Henry, contemplaba el mundo nuevo al que había llegado por Ellis Island con los ojos abiertos del terror infantil, y prefería dar el nombre de sueño a su vigilia dolorosa.
Era la misma ciudad que un Juan Ramón Jiménez recién casado calificaba de «marimacho de uñas sucias», un «trust de malos olores» con «anuncios mareantes de colorines sobre el cielo», que hacían al poeta preguntarse en Broadway: «¿Es la luna, o es un anuncio de la luna?»; la misma que el Dos Passos de Manhattan Transfer presentaba con ráfagas veloces como una metrópolis frenética y fugaz; y la misma que García Lorca describía, desde lo alto del Chrysler, como «una reunión de cloacas donde gritan las oscuras ninfas del cólera», una Nueva York de «fango y luciérnaga» que sólo alivia su «angustia imperfecta» cuando «la nieve de Manhattan empuja los anuncios y lleva gracia pura por las falsas ojivas».
Esa metrópolis insomne y ominosa fascinó a los arquitectos europeos tanto como a los poetas, y en las impresiones de viaje de Behrens, Neutra o Le Corbusier en los años veinte y treinta se respira una atracción ambigua por su violencia musculosa y caótica que no es muy diferente de la que alienta en los textos de Lorca o Mayakovski. Pero es una admiración a distancia, teñida por el extrañamiento y el desasosiego ante una ciudad áspera y enérgica, que todavía en los ochenta seguía siendo para Paul Auster «el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal... La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura.»
Habría que esperar a los noventa para que Nueva York se transformase en la metrópolis amable de su mito, el Manhattan de Woody Allen y el Brooklyn de Smoke, un lugar neurótico e higiénico que se tiñe con los colores de caramelo de Dick Tracy y remeda la Calle 42 con simulacros tan trivialmente correctos como las referencias culturales que trufan el cuaderno neoyorquino publicado por José Hierro en los compases finales del siglo. De Roth a Roth, y de Jiménez a Hierro, la visión interior de los novelistas y la mirada exterior de los poetas descubre un tránsito del drama a la comedia que marca, en la arquitectura como en la vida, el triunfo de la superficie y la victoria agridulce del neón. Seguramente no es una tragedia.