Hay grandes paralelismos entre la norma genérica de los 27 grados promulgada por el Gobierno y el actual Código Técnico de la Edificación que regula el funcionamiento energético (que no térmico) de las construcciones, replicando en buena parte el sistema Passivhaus alemán. Pero el clima español y la forma en que el cambio climático está afectando a nuestro territorio obligan a reflexionar si la medida es adecuada o inane.
No es igual vivir junto a la costa que en Castilla a la misma temperatura por la diferencia de humedad, algo obviado en el decreto. La franja costera tiene un régimen estable de vientos y todos conocemos los placeres que produce la brisa en los interiores, pero ni ella ni el uso de otras estrategias como la coloración clara de las fachadas o las cubiertas vegetales, fantásticas en el clima mediterráneo, aparecen mencionadas en la nueva norma.
¿Pero por qué no nos satisface la eficiencia Passivhaus? Hay una forma gráfica de entenderlo: jamás una tipología tradicional andaluza ha funcionado en el norte de Alemania, del mismo modo en que una noruega no funciona en Alicante; una obviedad válida desde los primeros asentamientos humanos hasta nuestros días. La historia es persistente y buena consejera, sobre todo al hablar de las ciudades y sus técnicas constructivas y tipológicas.
El sistema Passivhaus se adapta perfectamente al rigor de los climas nórdicos con larguísimos inviernos, vientos gélidos y mínimo soleamiento. En España podemos aprovechar sus ventajas, pero siempre a costa de inversiones fuertes y de negar la realidad de nuestro clima. Y lo que es peor: sin aportar perspectiva alguna para minimizar los efectos del progresivo calentamiento global, aún más preocupante en nuestras latitudes.
No basta pensar que, resuelto el consumo energético de las viviendas, se termina el problema. De hecho, muchas de las técnicas que permiten tener un edificio ‘sostenible’ consisten en verter los efectos de la radiación a la calle, con fachadas en ‘escudo’ que la reflejan, acaso como se arrojaban las aguas sucias en las ciudades medievales al grito de «¡Agua va!».
Si queremos favorecer el confort en el espacio público con una perspectiva temporal de décadas, debemos pensar en superficies permeables: la idea de un suelo sano y vivo va tomando fuerza en la búsqueda de soluciones que vayan más allá de la recurrente plantación de arbolado. La gestión de las aguas pluviales debe incluir cambios radicales en cuanto al suelo urbano que lo conviertan en un agente recolector y biológico clave. Los suelos como esponjas comienzan a ser una realidad con los hormigones permeables o los sistemas drenantes de celdillas conectadas a depósitos. O con los asfaltos claros, prácticamente blancos, que disipan el calor que acumulan los bituminosos tradicionales.
La recuperación del suelo como el principal elemento vivo y saludable de la ciudad, junto con los potenciales corredores ecológicos que puedan configurar las cubiertas verdes allí donde no haya disponibilidad de él (por ejemplo, en los abigarrados cascos antiguos), cuestionan y complementan las políticas que se centran solamente en la eficiencia energética de los edificios —para ser exactos, tan solo en la eficiencia ‘interna’ de los edificios, sin atender al espacio público con sensibilidad equivalente—, y reclaman un debate serio de carácter holístico sobre el papel de los cuatro elementos en la revisión de nuestras ciudades.
El combate contra el calentamiento de las ciudades no trata de resolver un problema meramente técnico, sino de integrar en nuestra vida el clima en su dimensión más sensual: como fuente de placer. Fuente de placer porque la eficaz organización de los edificios y las ciudades puede no solo mantener sino también ampliar los periodos temperados, contribuyendo a crear espacios únicos, mientras que las simplificaciones y los atajos tecnológicos son dañinos e inútiles a largo plazo.