Un modo decisivo de repensar la materialidad a través de la termodinámica consiste en enfocar hacia los llamados ‘interiores arquitectónicos’. En el modelo convectivo del aire acondicionado, el interior se tradujo en la llegada de una colección tremendamente banal de ‘productos’, patentes comerciales que llevaron a los arquitectos a la rendición sobre su capacidad de crear un diseño integral de los espacios. Un nuevo ‘materialismo termodinámico’ trae a los materiales —y a su masa requerida en la organización de estos espacios y en la conducción de esfuerzos estructurales— una nueva vitalidad como canales conductivos y/o convectivos de ganancias térmicas integrales al concepto arquitectónico. El materialismo termodinámico redefine no sólo la necesidad misma de materia y nuestras elecciones acerca de materiales y productos, sino también la forma en la que podemos modelar el espacio interior y los instrumentos y conocimientos requeridos para desarrollar una nueva y sintética idea de belleza arquitectónica.
El interior aparece como el talón de Aquiles de la modernidad, aquello que hubo que rendir para sobrevivir en un mundo mecanicista y cambiante que trastocaba los saberes disciplinares tradicionales en favor de una tecnificación de los sistemas materiales y del ambiente, algo que, bruscamente, se hizo realidad en los países más avanzados tras la Segunda Guerra Mundial con la transferencia de la industria militar a destinos civiles. Y que implicó en gran medida la universalización de las técnicas de construcción exportadas desde entonces por EE UU, una universalización indiferente a los usos, climas y materiales, indiferente a las tipologías locales (que en tantos casos siguen sin embargo siendo las referencias vitales y culturales de muchos ciudadanos), e indiferente a culturas materiales que posibilitaban que la arquitectura pudiera renovarse, adaptándose a la vez a las condiciones sociales y a las condiciones productivas locales...