«Del corazón, para volver al corazón». El sentimiento que cifró Beethoven en la dedicatoria de su Missa solemnis al archiduque Rodolfo es asimismo el anhelo que persigue Paolo Zermani con su obra más espiritual. Y así como el compositor de sinfonías y sonatas más que de oratorios supo canalizar a través de la música su humana preocupación por la trascendencia, este arquitecto parmesano de exquisitos equipamientos e intervenciones patrimoniales también es capaz de concebir espacios sagrados que, con gestos sencillos, conmueven el alma y avivan la comunión con Dios, tal como dio testimonio la exposición que le dedicó el año pasado el Museo Diocesano de Mantua.
El encargo que Zermani recibió en 2015 de reforma «arquitectónica y litúrgica» de la albertiana basílica de San Andrés animó al obispado de la ciudad lombarda a mostrar más proyectos que pusieran de relieve la sensibilidad religiosa de este ferviente lector de Guardini, cuyos edificios para el culto o las exequias emprenden un camino a la esencia a través de la materia, la luz y el silencio: un proceso de renuncia —de sacrificio— que se concreta en formas abiertas, pero no evidentes, donde los ritos buscan subsumirse en un paisaje que —como las escenas de Fra Angelico o Piero— permite la contemplación del mundo tanto en su realidad terrena como en la ideal.
Sabedor de que la paz solo puede hallarse en la tranquilidad del orden, el comisario de la retrospectiva quiso disponer sobriamente los mínimos elementos, evocativos más que descriptivos, e idéntico laconismo imbuye el catálogo. Tras unos concienzudos textos de presentación, apenas se sucede una decena de perspectivas a lápiz rojo, mudas aun cuando expresivas como escenografías de Appia, y siete realizaciones contadas exclusivamente con primorosas fotografías en blanco y negro. Obras en las que el aggiornamento sacramental se reconcilia con esa hermosura tan antigua y tan nueva que sigue alimentando la fe y la arquitectura.