Eurasia versus Atlántica
La crisis de Ucrania surge del empeño ruso en un imperio euroasiático, suscitado por el temor ante la vulnerabilidad geopolítica de sus límites.
Crimea no es crítica: Ucrania lo es. En su territorio va a librarse una pugna que prefigurará el futuro de Rusia y de Europa. Tras la disolución de la Unión Soviética en 1991, Rusia vivió una década catastrófica, experimentando un declive demográfico, económico y militar que desmoralizó a su población y desconcertó a sus élites, pero el acceso de Vladimir Putin a la presidencia en 2000 abrió un periodo de recuperación de la autoestima y del protagonismo internacional, basado a partes iguales en la estabilidad institucional de un régimen autoritario y en el incremento del precio de los combustibles fósiles que exporta.
Como han subrayado tantos estudiosos de la geopolítica desde Halford Mackinder, la extraordinaria extensión —once husos horarios— de unas llanuras interminables sin límites naturales nítidos que faciliten su defensa ha creado en Rusia una sensación permanente de inseguridad. Tras su derrota en la Guerra Fría, esa sensación se agudizó con las intervenciones occidentales en Serbia o Irak, ejecutadas sin temor a Rusia o respeto a sus intereses, creando una conciencia de país cercado que explica la agresiva política de Putin en defensa de sus áreas de influencia, en Georgia en 2008 o estos días en Crimea. Pero en el empeño por reconstruir un imperio euroasiático, la pieza esencial sigue siendo Ucrania, y es difícil imaginar la renuncia de Moscú al legado cultural y geográfico de la Rus de Kiev, su cuna histórica en la alta Edad Media.
La geopolítica, tan influyente a principios del siglo pasado, adquirió mala fama por su asociación al empeño germano en ampliar su Lebensraum, pero tras la caída del Muro de Berlín ha vuelto a reclamar atención como una eficaz herramienta para interpretar los conflictos del mundo. Robert Kaplan, que con su bestseller de 2012 The Revenge of Geography ha hecho tanto por popularizar la disciplina fundada por Mackinder, cita las declaraciones a Rossiyskaya Gazeta del Ministro de Asuntos Exteriores ruso Andréi Kozyrev menos de un mes después de la disolución de la Unión Soviética: «nos dimos cuenta enseguida de que la geopolítica está reemplazando la ideología».
Vulnerable como nunca lo había sido en tiempos de paz, Rusia ha estado desde entonces preocupada por garantizar su seguridad con un glacis de estados no hostiles, un esfuerzo dificultado por la ampliación de la OTAN con una decena de países del antiguo Pacto de Varsovia. En su expresión más reducida, la nueva alianza política y económica debería tomar la forma de la Unión Euroasiática, que Putin ha anunciado para 2015, y que además de Rusia incluiría Bielorrusia y Kazajistán, pero cuya materialización parecería amputada si finalmente Ucrania se inclina por la Unión Europea, como anunciaba el acuerdo de asociación que ha desencadenado la actual crisis.
Agudamente consciente de sus intereses geopolíticos, pero ayuna de otra ideología que no sea el nacionalismo granrruso —y por tanto incapaz de oponer a la democracia liberal occidental un conjunto de valores atractivos en los que basar un ‘poder blando’— Rusia ha recurrido a la confusa amalgama de tradicionalismo de sabor ortodoxo y conservadurismo revolucionario que expresa elocuentemente la obra del politólogo Aleksandr Dugin —en ocasiones descrito como el Rasputín de Putin—, cuya tesis sobre la oposición entre el imperio terrestre de Eurasia y el marítimo de Atlántica (esencialmente, Estados Unidos y Gran Bretaña) se ha hecho popular entre las élites políticas y militares del país.
Alimentado tanto por el tradicionalismo de René Guénon y Julius Evola como por el realismo totalitario de Carl Schmitt y Ernst Jünger o la Nueva Derecha de Alain de Benoist, Dugin ha dado nueva vida a la añeja idea de Mackinder sobre la Heartland euroasiática como ‘The Geographical Pivot of History’, en continuidad con la doctrina también euroasiática del príncipe Nikolái Trubetzkoy y el historiador Lev Gumilev, y preconizando el eje Berlín-Moscú-Teherán como elemento esencial de una telurocracia opuesta a la talasocracia americana. Con su obra de 1997 Los fundamentos de la geopolítica: pensando espacialmente el futuro de Rusia, libro de texto en las academias militares, Dugin pasó de la marginalidad extravagante al establishment político e intelectual, y no hace falta decir que en su defensa de un imperio postsoviético enfrentado al atlantismo y los valores liberales, Ucrania acaba siendo la clave del arco, porque sin ella la Eurasia que promueve carece de sentido.
La arriesgada apuesta de Putin en Ucrania se apoya en la influencia que le otorgan el petróleo y el gas, y responde también a las tesis geopolíticas de Dugin, que defienden la oposición entre un poder terrestre y otro marítimo.
La Unión Europea, que se sabe cada vez menos dependiente del gas ruso, ha alentado las revueltas de Kiev de forma más retórica que responsable, asociándose a un equívoco Euromaidán y desafiando a una Rusia que percibe sus intervenciones en Georgia o Crimea como defensivas, una circunstancia que pocos analistas occidentales reconocen. Dugin, que sin ser el ideólogo del régimen es quien ha acuñado para él un pensamiento geoestratégico más coherente, ha declarado recientemente que «la crisis ucraniana es una guerra de continentes», y sólo cabe esperar que las próximas semanas o meses desmientan su diagnóstico.