Este edificio da cuenta de su contexto, pero sin caer en un historicismo banal. Crea espacios interiores herméticos, ensimismados para poner en valor las obras de arte de la Colección Peter y Gudrun Selinka que cobijan, pero protegidos con la tectónica maciza de sus muros de ladrillo, apenas perforados y que resuenan con las texturas y los colores del entorno. La integración del edificio en su contexto es también volumétrica; se inserta con naturalidad en la trama urbana, volcándose a una pequeña plaza colonizada de vegetación que hace las veces de antesala del recorrido museístico. Este se organiza a lo largo de un paseo tan previsible como eficaz, que desde la plaza y pasando por un gran vestíbulo conduce a las salas expositivas, rectangulares, neutras y cubiertas en la última planta por una sucesión de bóvedas de sección cónica. El material con que estas se han construido es el mismo que el de los muros: ladrillos reciclados procedentes de la demolición de un monasterio, y cuya pátina e imperfecciones evidencian de un modo plástico el paso del tiempo.